Por Agustín Jerónimo Valle en conversación con Verónica Cetrángolo, Ana
Paula Gerez, Lucía Scrimini y Juan del Bene.
1. Los modos de dominación son muchos y diversos, si entendemos por
ellos toda operación o dispositivo que separe a las vidas comunes de
sus potencias inmediatas -su capacidad de hacerse sentir en lo más
hondo lo que les hace bien y mal, y de accionar según ello-. Todo lo
que entristece, domina.
2. Vivimos una ofensiva de las clases dominantes pocas veces vista.
Los despojos y vejaciones que realizan tienen a la dominación como
condición necesaria, sí: pero la difusión mediática incesante de
los despojos y vejaciones acaso sea en sí misma un vector de
dominación. La cadena del desánimo, como la bautizó Pablo
Katchadjan.
Los actos de vaciamientos, abusos, gigantescos negociados, violencias
insensibles, desde este punto de vista, producen no solo cada uno su
negocio particular, sino que también el conjunto, en cuanto tal,
difundido como viento sostenido, produce un estado psicopolítico
propiamente dominado. “Estoy cansada, agotada, cansada de
indignarme”, decía una compañera. Ese cansancio es el botín; ese
cansancio es el producto: su ánimo, su salud es el botín.
3. El diluvio semiótico
permanente es condición general mediática. Pero esa condición
general -de enajenación atencional- deviene herramienta política de
un gobierno que usa la estrategia de atacar
por once, doce o trece frentes
a la vez
(como
explicitó el saliente ministro de Educación que hacían para
“sacudir el sistema educativo”...). Y que, además, monta actos
represivos menos para reprimir una fuerza materialmente amenazante,
que para difundir las imágenes ejemplares de la represión; las
imágenes de represión son una fuente más que nutre al permanente
bombardeo de tristezas, dolores: insumos para el sostenimiento del
estado de constante indignación.
Los amplios sectores de la
población con sensibilidad empática o igualitarista (más o menos
difusa, más o menos inocente, más o menos endeble, más o menos
fundante...), quedan, como efecto del bombardeo de pálidas, en un
desborde anímico; más aún, en un estado de respuesta
urgente,
un alerta insomne, un estrés político.
4. Un compañero estuvo días
ausente de su lugar de trabajo; se había enfermado. Al volver,
contestó los “qué te pasó” de rigor, con su parte sanitario:
“Todo me enfermó”. Vale decir, lo enfermó el todo, lo
todo. No
meramente las cosas sumadas, en su contenido (específico,
cualitativo, semántico) sino la escala del conjunto; el exceso
cuantitativo.
Otro amigo, que se dedica a
sostener y ensanchar una mirada sobre -o de- la salud, encontróse en
un bar expuesto a la luz y ruido televisivos; emitían información
de uno de los múltiples dolores y fuentes de odio crispado. Él no
recordaba bien el caso, e inmediatamente estaba agarrando el celular
-quizá lo tenía agarrado ya- para buscar... Pero frenó pensando:
“no puedo estar en todo”. Una idea simple, elemental. Elemento
que sin embargo suele quedar despojado de los cuerpos, traccionados
por -a- lo todo. Cuerpos que caen, que enferman una y otra vez por el
estrés crispado de sostener una constante respuesta de indignación
catártica.
5. La catarsis era el climax del arte en tiempos de grandes formas
fijas, dice Bifo: cuando el patrón es la monotonía repetitiva,
cuando la dominación moldea formas subjetivas duraderas y
largoplacistas, la explosión catártica es un vector de
subjetivación liberadora, donde lo perimido aflora... Para nosotros,
en cambio, la catarsis no es un accidente en un medio constante y
fijo, sino la condición normal del medio. Es, la catarsis, condición
de imposibilidad de ligadura: donde hay catarsis, no se arma nada.
Solo descarga; descarga que es un momento partícipe del esquema de
la saturación, y no su ruptura.
Más allá de que,
ciertamente, la catarsis puede en algunos casos ser modulada por
gestos o dispositivos que hagan que sí sirva para armar algo, en
principio la reacción catártica expresa no más que un exceso de
afecciones recibidas respecto de las posibilidades de procesamiento.
Como un rebote, o una devolución bulímica de las cataratas de
whatsapp, comentarios, titulares, flyers convocantes ya no se sabe a
qué, a dónde, pero que no nos quede ninguna causa desatendida,
ningún mal sin denunciar... Agotamiento; o mejor, crispación
extenuante.
La urgencia de lo actual no es de cuño político; es de cuño
mediático. Nada te ata a leer la novedad. Cuando Luca decía eso nos
estaba invitando; es decir, en realidad señalaba que la novedad sí
te estaba atando, aunque con una atadura virtual, no del todo real, o
que al encararse, al declararse falsa, devenía irreal... (“cómo
es que estás atado si nada te ata...”).
La atadura impide libertad
de ligaduras. Las traba.
Algo de la agenda
del bien (agenda
de los
buenos o
brevemente buenista),
entonces, tiene como efecto un distanciamiento del sujeto (de cada
sujeto: individual, colectivo, etcétera) respecto de sus potencias
de movilización política (es decir, de operaciones que fuercen un
movimiento en el diagrama de fuerzas dado, sea en una rama de la
industria, en una esquina, en un aula, en la literatura, en el
sistema bancario o en el uso de los minerales subterráneos de la
cordillera...).
Las ligaduras activantes (se
liga como mínimo una
cosa que podemos hacer
con una
circunstancia...)
quedan atrofiadas por la indignación permanente, indignación
sometida -pegoteada- a una renovación constante de su foco
atencional.
Organizarnos en configuraciones -prácticas, lazos, hábitos...- que
aumentan lo que podemos, es políticamente más vital que el
sostenimiento -denuncista, chillón y adherente, quejoso al fin- de
la extensa agenda del bien.
La importancia intrínseca de los asuntos no determina su centralidad
en un mapa político, sino sus efectos inmediatos en la vida: en qué
consiste concretamente la implicación -moviente- con las cosas.
Hay también una discusión
implícita (una discusión operada más por los modos de vida que por
discursos) sobre cuáles son nuestros problemas, tus problemas, mis
problemas, etcétera. Para una política -o una politicidad- todista,
nuestro
problema es todo lo que esté mal.
Para una política de indiferencia, nuestros problemas no existen,
solo hay mis problemas. Mi interés, mi vida, mis problemas; y el
problema de cuando algo o alguien se cruza en mi camino: indignante
(“sheriff, sheriff...”). Que nada moleste la propia vida y su
frágil orden. Vida definida, que ya sabe sus límites -que castró
la aventurilla de no saber aún todo lo que puede-.
Es cierto: darle cauce a las modestas pero sensibles operaciones que
abren una zona de fuerza nueva, desordena la “propia vida”.
Ejemplo básico e ínfimo: cuántos programas agendados de las “vidas
propias” son desplazados para que una movilización callejera sea
efectivamente multitudinal.
Para una politicidad de las potencias situadas, los problemas se
definen por la capacidad de intervención. Es problema en la medida
en que es umbral de exploración de alguna potencia. Es problema si
podemos probar en él una fuerza.
6. Quizá por eso hayan sido
tan distintas las marchas que hubo en Capital por la desaparición de
Santiago Maldonado; sobre todo la primera respecto de la segunda. El
día once de agosto hubo en la plaza de Mayo una concentración
extraña, de baja intensidad, incluso triste. No tanto por haber sido
poca gente; era un problema más cualitativo, del tipo de presencia:
parecía un gran acto de presencia. Es decir, una respuesta
automática.
Hacemos lo que ya sabemos, que es una marcha, que es como ya
sabemos...
La segunda marcha, por el
mes de la desaparición de Santiago Maldonado, fue distinta. Más que
acto de presencia, presencia efectiva. No solo porque esa
movilización forzó al Gobierno a cambiar su estrategia para el caso
Maldonado. Ese corrimiento, vale pensar, no fue tanto por la
cantidad, enorme, de gente reunida, sino por el tono
de esa reunión. Un tono que delataba que la reunión expresaba unas
ondas que la excedían largamente. Un tono festivo. El tono de una
presencia que reunía por un dolor pero no reunía en
el dolor;
no una reunión de indignados. (Acaso lo que “re”une es la
indignación, pero una vez consumada la unión, aquella causa no es
ya su esencia). La presencia misma convertía el espanto en alegría
de ser muchos y lograr esa fuerza -que confronta a una gran serie de
actores y tecnologías políticas del estatu quo-.
Una movilización así, que opera una conversión anímico-política
semejante (dolor en rabia y rabia en alegría), ejerce una autonomía
anímica, una autonomía de sentido.
Fue contra ese ánimo,
contra esa potencia de movilización reunida, que se arrojó el
teatro del terror, la farsa actual. Como se había arrojado a la
marcha de las mujeres meses atrás; también una movilización que
opera gigantescas conversiones anímico-políticas.
Y que no tiene tanto una agenda programática, una propuesta
alternativa, como una serie de intolerancias y exigencias vitales
(movilizaciones que señalan lo intolerable de una época). Como
señala Diego Skliar, son movilizaciones que (hay que sumar acaso la
marcha de los trabajadores de la economía informal reprimida en la 9
de julio), al tener modos de implicación tan vitales, abiertos
(exploración de las potencias situadas...), al no limitarse a
reivindicaciones programáticas (como la de la CGT o la Federal
Educativa) y demás, no
se sabe a dónde terminan.
Su derrame es imprevisible. Son movilizaciones menos “definidas”
-en el doble sentido de que no están prefigurados sus fines: ni su
límite ni su última finalidad. (Pero a la vez son movilizaciones
con un sentido
coordinado multitudinariamente, a diferencia de las pequeñas
movilizaciones que arrebatan peleítas cotidianas con los poderes de
la realidad sin tampoco borde ni finalidad.)
Antes de esa marcha
descomunal, en las semanas previas, la campaña de publicar mensajes
diciendo “yo estoy tomando mate y leyendo el diario, ¿dónde está
Santiago Maldonado?” podía causar escozor. Podía verse ahí, en
ese acto realizado por ¿cientos de miles, millones de personas?, una
escenificación más del sujeto espectacularizado. La autoproducción
imaginal del yo; el yo esclavo y cafiolo... Pero ahí un gesto que
suele participar de un sentido, participa de otro. Una operación que
normalmente constituye la subjetividad “enredada”, pasa a formar
parte de una configuración que vuelve posible una fuerza que no se
sabía. La politización convierte en herramienta -herramentaliza- un
tic masivo. El tic sirvió para multiplicar un problema -ponerlo
en común-
que para el orden -orden del miedo y la debilidad crispada- no era
común sino propiedad de la identidad progresista. (Por otra parte:
¿fue sólo en las redes sociales donde tuvo lugar la pregunta
insistente? No, la oímos en salas de espera, en los subtes, en las
aulas –incluyendo, claro está, los 0-800 que, al mejor estilo
Revista Para Ti
en plena Dictadura, se ocuparon de denunciar la intromisión de esa
“pregunta
urgente”
para velar por la salud “antipolítica”de
los niños en las escuelas.)
El acto político tiene base
intuitiva, y se propaga por copia mutua,
no consiste en acciones de otra vida; no pasa por abandonar las
tonterías o las cadenas, en pos de lo que verdaderamente hay que
hacer. Más bien la politización es un viraje de tono o de sentido,
leve pero altamente significativo, en las prácticas que constituyen
la vida como es -como es en sus líneas de ensanchamiento.
7. Actos que por ejemplo
logran liberarse de las amarras de un bombardeo de tristeza política.
Un bombardeo con problemas que sitúan la atención en un campo
remoto a las propias potencias (la ofensiva general
de las elites), y es en sí mismo un dispositivo de dominación. La
reacción prefigurada por el bombardeo, la respuesta constante, la
indignación permanente, reproducen la compulsión hiperexpresiva. La
reacción es isomorfa al bombardeo. Reproduce su ritmo, su frecuencia
corporal. Cambiando el contenido del mensaje, prolonga la crispación
permanente con centro en cosas que son más fuertes que nosotros, y,
en su
conjunto,
ajenas a nosotros.
Atender al escenario, al
medio ambiente (o ambiente mediático) indignante, es inevitable
salvo
si decidimos la indiferencia (y bancar la precariedad creciente de la
vida), o bien si logramos atender a las profundizaciones de las
potencias presentes. El cuerpo que decide que no puede estar en todo
ni responder a todo es el cuerpo que está atento a los sitios donde
sí puede hacer una fuerza efectiva (cortar la chorrada interminable
de la pantallita y atravesar la ciudad para acoplarse a una marcha de
estudiantes secundarios que se agrandan por sí solos; o sostener,
dentro de una institución donde rigen directivas de no hablar del
caso Maldonado, abierta la pregunta por lo que pasó y por las líneas
de conexión del caso con las vidas de cualquiera).
El cuerpo todista es
ansioso: rompe
el aquí. El
cuerpo indiferente, por su parte, ya da por completamente definida su
vida -terminada, aunque falte vivenciarla...-.
El cuerpo que decide no
poder todo (un vital nopodermiento,
como
quería Gombrowicz),
queda más
sano para lo que sí puede; exento de la respuesta automática puede
probar sus fuerzas -y esos pequeños poderes, si les ponemos la lupa,
si miramos desde ellos, desmienten el absolutismo general de la
tristeza.