Hoy se cumplen diez años de la muerte trágica de Ignacio
Lewkowicz y Cristina Corea, y no hay nada que pueda decirse, pero tampoco puede
decirse nada. No hay nada que pueda hacerse ni decirse desde el momento mismo
en que lo real mostró sus garras, la radical ausencia de cualquier justicia
humana en el ser de las cosas. La lista de todo lo que quedó trunco –libros
impresionantes, asados, caminatas…- no puede hacerse. Es una vida, es un mundo,
es un infinito que no está. A la vez, es el destino que nos constituye, a los
afectados. Personalmente, hoy creo que todo lo que hago, todo lo que hice estos
años, no podría ser sin Ignacio; que todo porta un íntimo y absoluto
agradecimiento. Lo que hoy es notorio en cada “lewkowicziano” que tuvo una
relación personal con él, ya lo era con Nacho vivo: todos sentimos no sólo que
teníamos un vínculo, sino que éramos especiales
para él, con él. Y en todos o en muchos casos es cierto. Nacho nos hacía
especiales, porque su mirada devolvía intensidad, hondura de verdad; su mirada
te veía –nos veía- viviendo infinitas veces, retornando eternamente. Nacho
hacía que el mundo mismo fuese más importante. ¡A seguir! Y olvidemos, porque
es imposible olvidar.
Artículo publicado en Campo Grupal:
Inconmensurable
A diez años de la muerte de Ignacio Lewkowicz; Homenaje mínimo
1
Diez años sin Ignacio Lewkowicz
no es una formulación correcta estrictamente; más bien, van diez años con
Ignacio muerto. Su sombra, su estela, su fantasma está presente porque tiene
efectos que lo tienen como causa. Ignacio se metió en las cosas, y mientras
algo de las cosas guarde la forma adquirida en diálogo con Ignacio, él está
presente. En modo potencial: lo que Nacho pensaría, lo que Nacho vería, lo que
Nacho diría (y lo que le diríamos y…). Es, Nacho Lewkowicz, más que un autor
que dejó textos, un lugar del pensamiento, de muchos pensamientos que se
elaboran contando con su mirada imaginaria.
Escribir y sostener
conversaciones (extensas, consecuentes, rigurosas, múltiples y paralelas,
atentas, entusiastas, etcétera), fueron el portal metódico por el que Nacho se
introdujo en las cosas. Acaso no se trata entonces de buscar efectos directos,
más o menos miméticos, del pensamiento expresado de Ignacio (muchos están a un
click), sino de percibir la frecuencia en que afecta escenas íntimas de
pensamiento. Imaginada, la cara del maestro habilita pensamientos que por
supuesto no son suyos. Su cara -robada a lo real, reproducida por la energía
eléctrica neuronal en que transformamos la comida que consumimos, imagen mental
guardada bajo bombardeo incesante de imágenes en la ciudad y la mediósfera; su
cara eterna- es un lugar productivo. Atribuyendo a su mirada la potencia
pensante, la misma que se lee en sus escritos: porque al leer sus obras, se lee
lo que dice y se lee su potencia de decir. Cada afirmación, cada análisis, cada
expresión dice lo que está diciendo y a la vez afirma una operatoria de pensar;
el pensamiento como actividad implacable y única arma imprescindible para la
vida. Imprescindible, no garante.
2
Lo que Ignacio llamaba el
pensamiento puede reducirse a un gesto básico: no aceptar verdades previas sin probar los términos de su articulación
enunciativa. No hay escena en que la verdad sea tal sin atañir a alguien. Digamos,
la verdad implica un concernimiento subjetivo, con perdón del término (porque
desde Ignacio, hay que tratar de no decir “subjetividad” ni “subjetivación”
salvo que sea insoslayable, ya que se corre alto riesgo de enjergamiento). No
hay verdad sin sujeto (aunque puede operar como verdad trascendente,
pre-subjetiva, o bien con el sujeto atañido en lugar de causa). Ese sujeto,
cuyo concernimiento práctico es consustancial a esa verdad, debe hacer la
experiencia de enunciarla –que al fin y al cabo la verdad es afirmación y la
afirmación es traducible a enunciados; así trabaja el entendimiento. En esa
experiencia enunciativa se detecta lo activo y lo obsoleto.
Así asume una extrema y
permanente inseguridad, que es el garante de su potencia y autonomía. La
inseguridad fértil del que siempre se guarda la pregunta “¿estás seguro?”
Pensar: hacer la experiencia –mediante el lenguaje- de la donación de sentido. Mediante
el lenguaje en tanto el lenguaje es una dimensión material –sonido, tinta, bits…-
de la comunicación sensible; a través de la consistencia del lenguaje, de las
palabras como materialidad del pensamiento, se vuelve palmario si los cuerpos
reales aludidos están ahí o lo único que hay es palabras volátiles,
multiplicadas cual finanza, palabras desligadas de todo valor carnal. Hay una
verificación estética -del tino de lo dicho- y también una verificación corporalista:
en tanto moviliza cuerpos (produce encuentros…), lo dicho se muestra cierto.
Por eso el pensamiento es una
actividad historiadora: se releva qué partes de una situación están vivas,
tienen efectos, y qué partes que se muestran presentes no son sino lastres,
obsolescencias que todavía están pero
no arman tendencia (en ese sentido, no arman sentido). Las mutaciones de las
cosas bajo la apariencia de mismidad esencial dada por la permanencia de las
palabras que las nombran; o las mutaciones de las racionalidades ambientales
que traman a las cosas –incluso a los mismos elementos- con otra lógica de
sentido. El pensamiento es la actividad de enunciar el mundo –pero nunca “el mundo”, sino situaciones, problemas,
cosas, mundos puntuales, o sea el mundo desde un punto equis- prescindiendo de
todas las palabras ligadas a lastres, solo hablando con palabras en las que las
cosas se iluminan. Es ahí donde Ignacio funda una confluencia entre estilo e historiografía.
(Los ejemplos son muchos; el acaso cúlmine haya sido la semántica de la fluidez. O el sintagma “pensar sin
Estado”, que entre otras cosas invita a pensar
sin Estado que hay Estado. O la figura del nosotros, “nombre propio de la fiesta” y principio de toda acción
reivindicativa. O…)
3
El efecto suculento de Ignacio,
el grado en que agitó a tantos espacios, circuitos y personas, no se debe solo
a lo agudo y acertado de sus diagnósticos, a su capacidad de despejar la paja
de lo que pasa. No: se debe a su carga liberadora. De que no hay prestigio
mayor que el de pensar, y pensar podemos hacerlo cualquiera. No importan los temas, importan los modos de
pensar, decía. Marxismo, filosofía, ciencia política, psicoanálisis:
insumos, no metas. Los problemas son lo que importa, problemas de la época que
te toca, y que te toca por una compleja red de vasos comunicantes. La
sensibilidad.
El pensamiento es una actividad,
no una disciplina. Nacho era historiador y había comido mucha filosofía, mucho marxismo,
psicoanálisis, antropología, borgismo, epistemología, Redondos, semiología… mucho;
todo, acaso, como “rama de la historia”. Pero su insistencia en la tan general
figura del pensar es un gesto divino
y democrático, y prudente de no asociar el pensar –si se quiere, y para el
caso, la producción de verdad- a
ningún rubro, ningún espacio institucionalizado; el pensamiento no se
identifica (con profesión o especialización alguna).
Es más bien gracias a dejar que
el pensamiento esté al servicio de las necesidades del instinto, de que nuestra
parte bicha marque la agenda, que Ignacio atinó tan fuertemente en tantos pensamientos
concretos, sobre el estatuto del Estado, sobre los territorios de consistencia
ontológica de la política, sobre los mecanismos del padecimiento contemporáneo,
sobre los resortes efectivos de la subjetividad, y cosas (etimololgía de “etcétera”). Es decir: lo que sabía Ignacio
era inconmensurable, una erudición única, pero lo más especial era que lograba
que todo el saber que portaba no le impidiera pensar ágil, se diría libremente.
4
Lo que se perdió es
inconmensurable; no puede medirse ni siquiera calcularse. Nacho había pensado
que hay un sujeto [activo, vital] del
morir. Pero no en la tragedia, no en la pura violencia estúpida de las
cosas. Lo conservan y reproducen la academia y el sistema editorial -huelga
aclarar que no está mal, aún con la inevitable cosificación-. Lo que no huelga
recordar es que Ignacio forjó su singularidad a distancia de la academia
–incluso a distancia adentro-. Por ejemplo: “Mi ventaja sobre mis compañeros en la carrera
–decía- eran dos: tener siempre una birome de un color para lo que decía el
profesor y otra de otro para lo que pensaba yo, y juntarme siempre con tres compañeros
una vez por semana para pensar, ya, como historiadores, pero de los temas que
fueran; nos juntábamos los lunes y hablábamos de fútbol...” De ahí, de esa
ética que se arma –de herramientas y prácticas y lugares- para no incorporar
sin pensar, de ahí al lugar que él armó como pensador profesional, su Estudio,
hay pasos bajo la misma lógica, la misma ética, la misma inteligencia. Un lugar
donde pensar implique hacerse una concepción propia de lo que es pensar.
El sitio web del estudio hace
años que no está más online. También el libro en proceso La era de la fluidez, de “presentación orgánica de la teoría”, como
él decía, quedó trunco. Dicho sea de paso, ese libro Nacho lo escribía, con un
plan de índice elaborado, dictando la prosa de cada página. Lo decía, más que
escribirlo. Sin sentarse siquiera: un pensamiento de la historia del cuerpo activo,
un pensamiento del cuerpo activo de la historia, arrojado al mundo para poder
pensar todo el tiempo –en todo lugar- el presente. La era de la fluidez lo escribía dictando a un grabador pero con la
presencia, también, de un colaborador amigo: “Tiene que haber una cara –decía-,
si no me embolo”. Siempre se piensa con alguien
5
Queda también la memoria vital:
la memoria que olvida para que permanezca lo que tiene presencia porque trama
actualmente al cuerpo –es decir al pensamiento-. La memoria cuya fidelidad consiste
en olvidar, para que quede lo que nutrió porque se hizo máquina, se hizo cuerpo.
Cuanto más nos alejamos de Ignacio, más lejos lo llevamos. El legado es
incalculable. Lo que se perdió de Nacho es inconmensurable; lo que hay también.
Agustín Jerónimo Valle