1.
La verdad, no sé si tener miedo o no. Creo que el temor sosiega,
paradójicamente: da una certidumbre, algo definido sucede, se
circunscribe una fuente puntual de opresión a la que atribuirle el
malestar que, de común, asedia difuso pero aplastante en la ciudad
de la imagen. El miedo puede ser un modo de ordenar el mundo. En fin:
creo que alguna vez tiene que pasar y el coronavirus, finalmente,
librará de nuestra especie a la faz de la tierra. Creo que es un
tipo de gripe y mata gente, más que nada adultos mayores, como
también lo hace cada año la gripe común, pero sirve de alimento
para la adhesión automática a todo miedo circulante, propia
de la fragilidad anímica del reino mercantil, que
es por un lado tan buen
negocio para los medios de comunicación y,
por otro, tan buena excusa para aumentar el arbitrio de los controles
gubernamentales. Creo
que es un virus introducido en China por los yankis para hacerle un
agujero a su amenaza principal. Creo en todas las versiones; creo que
todas tienen verdad.
2.
El otro día se
murió un terraplanero. Cayose de un cohete casero, que armó para
demostrar su visión del mundo, según contó la noticia. El
tipo -lo adiviné californiano apenas escuché la historia- dio la
vida por lo que creía, puede decirse. Aunque es una creencia
reactiva, efecto de un radical no-creer en “lo que nos dicen”.
Escépticos
nos decían a los criados en la década del 90: tras la denominada
caída de los grandes relatos, el escepticismo, no creer en nada, era
el ánimo general. Sospecho que el escepticismo se ha diagnosticado
en muchas épocas; creo recordar por ejemplo que Sartre lo señalaba
en la posguerra. Quizá creer -dar crédito a la existencia de algo-
es en el fondo una pulsión fisiológica. El mundo nos excede e
incluso lo que conocemos apenas, lo que casi no conocemos, tiene
nombre para nosotros, y en el nombre hay ya una idea, un relato, un
crédito que damos. Creo que entonces lo que lo que hay son diversos
regímenes y modos de la creencia, de aquello que llamamos creer,
que, cuando varían, los formados en un régimen viejo no ven sino
falta de creencias. En
el capitalismo de los flujos -o capitalismo celular-, también las
creencias se fluidifican y celularizan; en la mediósfera conectiva
en que vivimos, se cree cualquier cosa precisamente porque a la vez
no se cree nada. Dado que no se puede creer en nada, es
imprescindible creer en algo.
3.
Dice Peter Sloterdijk que la función de los medios de
comunicación en las sociedades contemporáneas es excitar al
colectivo social en cuanto tal, produciendo una inquietud común. Los
medios reproducen el lazo social mediante el estrés. O sea que el
metralleo sin descanso de crispación mediática no produce
simplemente solo anomia y desintegración; esta excitación nerviosa,
este odio, este pánico latente, este padecimiento insomne es el
pegamento que liga al cuerpo social celularizado.
Cuanto
más nervios produzca una noticia, entonces, más creencia obtiene en
el régimen de creencia mediático.
Este
video, por ejemplo, no creo que sea verdadero; dicen que es una
simulación. Yo creo en todo, como decía. En el sentido de que, al
revés de lo que decía Guy Debord (¡pero sin negarlo!), lo falso
es un momento de lo verdadero. Si el video es una simulación, es
concebible, imaginable, verosímil, es verdadero en tanto que
simulación; es una simulación verdadera. Creo que hay que creer en
todo, incluso por supuesto en muchas cosas contrapuestas, pero
creyendo, sobre todo, que todo no es todo. Todo no es todo; el
parámetro para valorar una creencia, un régimen de la creencia, es
cuán activos -creadores- o nos deja, o simples deglutidores
repitentes.
Agustín J. Valle