Texto escrito en marzo de 2014, en un estado de conversación con Bruno Nápoli, Juan Sodo, Andrés Pezzola, Sebastián Stavisky, Pablo Hupert y Damián Huergo. Publicado en el libro "Linchamientos, la policía que llevamos dentro", organizado por Ariel Pennisi (Ed. Quadrata - Pie de los hechos).
Toda la carne al matador
La pobreza, la pobreza, se habla de la
pobreza, pero el problema a pensar en la Argentina es la riqueza (y
la pobreza, un subtérmino de la riqueza).
Diciembre permite pensar marzo. Si algo
muestra nuestro decembrismo es la cercanía íntima entre fiesta y
quilombo. En diciembre hay agite, y el agite, una vez que pasó, deja
corridos los ejes de gravedad, o cuanto menos los exhibe. La vida
común es regida por el imperio de lo obvio, y diciembre corre el
núcleo de la obviedad. En el de
2013 sucedió que la prensa, sin producir escándalo, informó que en
un country de Don Torcuato la empresa encargada de la seguridad
privada dicta cursos de tiro para los vecinos, y les vende armas con
munición e goma. Amas de casa y empleados corporativos se adiestrancon rifles en el arte de tirar.
La realidad última de la riqueza es líquida, y es necesaria
violencia para impedir su derrame o evaporación, la natural
tendencia de la humedad a emparejarse. Fuego para cuidar la liquidez.
Diciembre de 2013, entonces, fue fiesta de
saquear (recordemos la huelga policial) y fiesta de matar: hubo linchamientos,
pero no fueron fatales y no llegó a noticia; en marzo, en cambio,
los linchamientos se imponen como tema de agenda: porque diciembre es
el desmadre y se lo acepta como tal, mientras que marzo muestra la
actualización de la normalidad. “¿Qué hay que hacer si
atestiguás un linchamiento?”, fue una pregunta que motivó debate
en redes sociales en este marzo; la pregunta misma muestra que el
dispositivo-linchamiento –dispositivo político y en cierto sentido
estatal- es percibido dentro de la nueva normalidad, y por eso
espanta más ahora que en diciembre.
Los linchamientos plantan un código penal
en Argentina.
La historia, no como relato de la esfera
política sino como fatalidad de armados y roturas, enlaces y
capturas, se escribe con los cadáveres públicos; los muertos del
conflicto social son las verdaderas letras de la historia. Pero los
muertos no pueden contar su versión ("En lo tocante al sacrificio y al espíritu de sacrificio, las víctimas no piensan lo mismo que los espectadores; pero en ninguna época se las ha dejado hablar", Gaya Ciencia),
y a algunos se los sacraliza, a otros se los hace hablar cual
chirolita, otros quedan mudos. Los muertos sin voz son puro cadáver,
reconocidos como muertos políticos pero no como portadores de vidas
políticas; carne silenciada, aceptada en su politicidad solo en la
muerte, negada la politicidad de su vida. Por eso esas vidas,
obturadas como puntos de vista políticos, son las que deben escribir
la historia política de la riqueza.
Ahora, ¿solo queda el cinismo entre el
fascismo y la moral bienpensante ante la epidemia de linchamientos?
¿Vale de algo hablar, juntarse a estar de acuerdo, indignarse con
más o menos altura? Pero el dolor mueve a pensar y pensar a entender
y entender a conocer, al menos: lo menos que puede hacerse por un
acontecimiento es comprenderlo, dice Ortega.
En diciembre se corre la gravedad y alguna
sangre –porque se segmenta la sangre- queda más cerca del suelo.
Hay mucha historia disponible para naturalizar que la sangre de los
indios, cabecitas, negros, chorros, se vierta en la tierra, para
sostener la consustancialidad entre esta tierra y esa –determinada
como esa-
sangre, la sangre oscura. Una comprensión macabra e invertida del
ideologema “la sangre de esta tierra”, la más infeliz versión
de la ofrenda líquida a la Pachamama.
Comer carne humana no es tan raro en la
historia, en la historia humana, en la historia nuestra; y el
entusiasmo multiplicado por linchar que difunde la tele (salve Rey)
se entiende más hondamente leyendo la ontología caníbal de El
entenado que leyendo el
linchamiento con que nace la literatura argentina en El
matadero. Echeverría denuncia
la vileza (y el que denuncia se exime, higiénico), mientras que Saer
describe el fragor, la ebriedad de la fiesta de poseer radicalmente
un cuerpo ajeno. Un ritual que cumple una función: reconfirma que,
ante la potencial igualdad, nosotros
somos los que estamos en el lugar actual de sujeto humano, y conjura,
a la vez, la adherencia indistinta que tenemos con el mundo todo, y
que nos hace, por tanto, insignificantes.
Comprendido como una función subjetivante
específica, el canibalismo puede verse actuando aún sin
gastronomía, y es la escena de veinte tipos peleándose para llegar
a la primera fila de darle a
uno tirado en el piso, dejame que vos ya le pegaste bastante; la
disposición total del cuerpo ajeno.
Economía política y lucha de clases
La violencia es inherente a la existencia,
pero las formas de la violencia trafican afirmaciones sobre las
relaciones sociales.
El linchamiento es un artefacto político
de producción de desemejanza. Producción efectiva, performativa, de
desemejanza.
Los saqueos expresaban que hay muchos que
quieren consumir como todos; los linchamientos expresan que hay
muchos que niegan que todos somos todos.
El robo es un movimiento económico. Una
mercancía pasa de un lugar a otro. El valor –de cambio- es
inalterado. El linchamiento es un movimiento político: se apropia
del cuerpo ajeno –esa mercancía- y lo usa
para producir la desemejanza, para producirse como un estamento
distinto casi antropológicamente, es decir como clase diferenciada.
Lejos por supuesto del valor del producto
robado, el choreo enfurece porque impugna un modo de vida: “yo, que
me rompo el orto laburando”… El trabajo cumple una función
política; organiza un cierto orden de los cuerpos y sus acciones.
Cuando el ánimo vital que mantiene ese orden –ánimo moral- se ve
burlado, responde ya no con la racionalidad económica que
presuntamente lo rige, sino con la racionalidad política que lo
subyace. Linchar, así, es ante todo la declaración efectiva de que
nosotros podemos tener un cuerpo
a disposición. Acaso haya que
pensar que Marx definía la clase por la relación con los medios de
producción pero porque a través de esa relación –propietaria o
no- con los medios de producción, se establece una potestad sobre
cuerpos ajenos.
Los que asumen natural tener cuerpos a su
disposición, esos no linchan, tienen garita en la esquina; o tienen
mucama (en blanco, con aportes!) y el salvajismo les parece mal. No
cuenten conmigo…
Los que precisan devenir horda asesina para
tener cuerpos a disposición, muestran la fuerza de la aspiración
burguesa -aspiración que es la subjetividad del acto, no estructural
de los ejecutores, y burguesa en su condición guerrera, y no de
sillón….
El choreo en cambio alimenta mercantilmente
mi mismo lugar en el orden social, me reconfirma como consumidor.
Huelga decir que abundan chorros crueles que gozan el poder de matar,
pero no sólo es, por eso mismo, como mínimo impreciso llamarlos
chorros, sino que hay una distinción sustancial entre matar y
linchar: el linchamiento instaura un nosotros y una legitimidad
pública de esa potestad de nosotros. Nadie es asesino, no se sabe
qué patada lo mató –muy, pero muy parecido al pelotón de
fusilamiento, inventado para que nadie cargue en su conciencia la
certeza de haber disparado la bala asesina-. Hay chorros hace rato re
zarpados, pero en ese zarpe hay un goce del poder (como la yuta) y no
del robo; e incluso un deleznable Baby Etchecopar es políticamente
más democrático que el fascismo que vemos hoy: el tipo estaba
preparado para defenderse y atacar y matar él,
de nombre a nombre, de Baby a malvivientes que morirían de pie. El
asesinato es una forma del vínculo a fin y al cabo; el linchador no
es ni siquiera un asesino.
Por eso es insensato decir que “debieran
llevarlo a la comisaría”. Por un lado porque el linchamiento
declara una anunciada actualización de la economía del poder donde
la cárcel se desvaloriza como bono tercermundista. Pero básicamente
porque todo horizonte de castigo –entendido en su etimología de
hacer casto, de limpiar- implica una conversión del rol político
del capturado, y el linchamiento lo que hace, precisamente, es
reconfirmar su lugar político de otredad.
“No vi a nadie linchando a Cavallo…”
Claro que no: se le hizo un escrache. Que es políticamente mucho más
alterador. Hay una escena maravillosa en el film 1900:
los combatientes populares vencieron al fascismo y a la oligarquía,
y en el pueblito donde transcurre la historia, un grupo de partisanos
amateurs (amadores)
rodea al patrón, al terrateniente, lo tienen tirado en el piso y se
debaten si matarlo. “¡Hay que matar al patrón!” es la consigna
obvia, pero el líder emergente de los luchadores corta en seco y
dice: “No: el patrón ya está muerto”. Habían suprimido el
lugar político “patrón”; quedaba el cuerpo que lo había
ocupado, no tenía sentido matarlo. El escrache, entre nosotros,
buscaba también suprimir un lugar político: el lugar de “buen
vecino” que gozaba el torturador, el lugar de “gurú económico”
que tenía el ejecutor del empresariado neoliberal… El escrache
suprime una investidura política, y necesita que el escrachado viva
para exhibir su desmentida; el linchamiento, en cambio, reconfirma
una investidura política en el cadáver del antónimo. Es un
movimiento propio de la lucha de clases, que extrae plusvalía de
cuerpos ajenizados. (Neoliberalismo como economía política
existencial).
Mucha tropa riendo
La increíble pobreza de la consigna No
cuenten conmigo (iniciada por Javier Núñez en Rosario/12)
da cuenta de la profunda derrota popular de la moral progresista.
¿Salió del mismo horno que inventó la expresión auto-exculpatoria
de “los dos demonios”?, onanismo auto-salubre que declara que el
mundo es feo pero a él no le gusta; resulta enemiga, así, la moral
progre, a la pregunta por una ética interna al conflicto. Pegarle a
uno que arrebata a una piba con un bebé; pegarle a los que lo
linchan; no sabemos cuál es la conducta ética: es una pregunta.
(Pero sí sabemos que la ética solo está en juego en situaciones
apretadas, de apremio, en caliente). Es una pregunta y no una certeza
de estar eximido: ese extremo repliegue en la bondad individual
muestra la raigambre liberal del progresismo (yo, yo, yo), su
idealismo apocado, su actual divorcio de la calle. Tanto más
efectiva es la consigna del fascismo vecinal: uno
menos. Una consigna activa, para
el que lo mira por tevé…
Y mientras, hubo uno, uno, que actuó como
es lícito conjeturar que actuaría Cristo: se tiró encima del
cuerpo pecador para interrumpir la saña cruel.
Hay una disputa moral porque hay una moral
linchadora; por eso es grave, porque tiene fuerza de gravedad.
Si el trabajo es lo que en principio
establece la propiedad del nosotros linchador (ser trabajador es ser
decente), luego, cuando se pudre la cosa, el rasgo de pertenencia
cambia; la gente decente es la trabajadora en
principio. Los efectos siempre
exceden a sus causas, y, en el arrebato caníbal, aquel que se
oponga, aquel incluso que simplemente no se sume al festín, pasa a
ser enemigo, está del otro lado. Es notoria la demanda –por
ejemplo en los comentarios de las primeras notas sobre el asesinato
de David Moreira- a que, en casos así –de golpiza y linchamiento-
“salgan todos eh, no sean cobardes”, “si no se comprometen, no
se quejen después”.
De ser trabajador –lugar político
revestido de destino económico-, el nosotros vecinal, en el
conflicto donde su modo de vida se ve burlado y pasa a actuar desde
su rol político desnudo, mueve su eje a la disposición asesina: el
que no está dispuesto a mojar sus manos con la sangre de los negros,
no es nosotros. Trabajador como definición económica; linchador
como definición política. Pero después se vuelve a la llana buena
gente. Entrar a los perfiles de facebook –es decir a las
presentaciones públicas- de los comentadores pro-linchamientos (gran
mayoría por ejemplo en las notas del diario La Capital de Rosario
sobre Moreira) es ver fotos de buena gente, que le gusta la música y
ama a su familia, que sonríe y va a las cataratas. Como dice Andrés
Pezzola, la bipolaridad no es una patología, es una adaptación al
medio: salgo a la calle-puteo-te
paso por arriba-me cago a piñas-lincho / llego a mi casa-juego con
mis niños-me saco fotos-las subo a facebook-me pago un asado para
mis once mejores amigos. La experiencia permanente en la vida chota y
la exigencia de buenaondismo, entre la puteada rajada como forma de
estar en la calle y el ser copado que impera en la sociabilidad
privada. Riendo en las calles, mucha tropa de civil.
Inclusión en tanto qué
Que a la inseguridad se la combate con
inclusión es una consigna profundamente racista, dice Bruno Nápoli
(¿políticas de inclusión para el banquero ladrón, para el
comerciante evasor, para… o sólo es por los pobres la
inseguridad?).
Pero además, entre diciembre y marzo (la fiesta de saquear,
la fiesta de matar; ahí están las mercancías, ahí están los
cuerpos: vi luz y entré…) se ven los límites del modelo de
inclusión de la década. Porque no existe la inclusión “a secas”.
Los saqueos como delirio deseante realista (instauran realidad), y
los linchamientos como ajuste
de las capas de inclusión, mostraron el horizonte de inclusión como
inclusión en el consumo y en la vida puesta a laburar; o más
puntualmente: hay capas poblacionales a las que se las incluye en
tanto que pobres. Inferiores
incluidos, pobres con consumo, reconfirmados en su rol de pobres. (Y
hay que pensar además la violencia que les toca a los excluidos ya
no de un modelo que asume la exclusión –a los que el Colectivo
Situaciones definía como “incluidos como excluidos”- sino a los
excluidos de un relato de inclusión: suprimidos incluso del
imaginario).
Una masa de gente integrada al consumo pero
consolidada en una posición de inferioridad, de menos, y de
movilidad absoluta pero inmovilidad relativa; aumenta la inclusión,
y el consumo, mientras se refuerza la diferenciación de estamentos
(y la extranjerización): “Las diferencias sociales se han
agravado, porque tenés una capa integrada en la dependencia de la
ayuda social, que participa siempre pero viendo la riqueza ajena, y
en torno a la cual se genera resentimiento de los sectores de
pequeños comerciantes y trabajadores con autos y chalets…”. El
que lo dijo fue Felipe Solá, en diciembre; sabe Solá que los
saqueos consuman el modelo de la década (modelo libidinal-mercantil)
porque consagran la mercancía, pero, al impugnar al mercado (quiero
el producto y rompo el almacén), tambalea la gobernabilidad. Massa
justificó los linchamientos porque lo que más le importa es
conectar con la emocionalidad popular opositora, pero no lo haría,
el mismo Massa, desde el sillón presidencial; por eso Solá –que
sabe más por viejo-, massista hoy, condena sin matices el
linchillo-fácil.
El Estado es cualquiera
Linchamientos hubo “siempre”, pero no
se llamaban linchamiento. El nombre es herencia de cuando un juez
yanqui (Charles Lynch, en 1780) instó al pueblo a matar con mano
propia a unos acusados de monárquicos (es más: a unos acusados
absueltos por
el jurado). Nótese entonces que esta práctica que se supone tiene
su esencia en la ilegalidad, y antigua cuanto menos como María
Magdalena, acuñó su nombre definitivo cuando fue validada por un
juez.
El linchamiento tiene implícita la
legitimidad del Estado.
Otro señalamiento de Nápoli: que en
Argentina esté lleno de tipos sosteniendo que “hay que matarlos a
todos [para sostener nuestro modo de vida]” sólo es posible porque
–o no puede desligarse de que- hace treinta y cinco años –y hace
ciento treinta y cinco- lo dijo el Estado explícitamente (tanto Roca
como Perón como Videla como…). Como enunciado, porta la
legitimidad estatal. Sólo que ejercida por grupos barriales
autónomos.
Volvió la política, también, por
derecha. No debería extrañar que durante una década de insistencia
oficial en que la política volvió desde arriba y en que los
derechos humanos consisten en la justicia en crímenes cometidos hace
décadas, la herencia de la politización de 2001 creciera justamente
en el terreno no alcanzado por la pragmática gobernante.
Por cierto, en 2010 pensamos que la 9 de
julio del bicentenario era el cierre de 2001 (lo decía el músico
Pato Suárez); pero esto, este nosotros vecinal de fiesta fascista, y
esta estigmatización tan pero tan nítida de las motos, que en 2001
fueron estampa de la resistencia en el centro porteño, constituye ya
no el cierre, sino la reversión de 2001.
Y el reverso, porque 2001 instituía
situación al declarar la destitución del Estado como entidad
subjetivante, y, ahora, los linchamientos muestran cómo el Estado
volvió “en forma de fichas”, cómo el Estado es una racionalidad
dispersa, atomizada. Del agotamiento a la cualquierización del
Estado.
La caída del monopolio de la soberanía
estatal no es, parece, el fin de la soberanía, sino su atomización.
Si la soberanía es la potestad de declarar la exclusión de un
cuerpo del manto de garantías legales, es decir, desinvestir un
cuerpo o un territorio del estatuto político normal,
o, aún de otro modo, establecer el famoso estado de excepción (el
que pone la ley se prueba en su rol al poder suspender la ley),
vivimos una política de dispersión atomizada de la soberanía,
donde cualquiera es
soberano, donde la potestad para suspender la condición legal de un
cuerpo ajeno, de manera legítima (pública, sin pudor, etc.), está
disponible, rondando… una post-soberanía, dice Pablo Hupert, donde
en los sitios sin “agentes del Estado”, como se llama a la
Policía, sí hay en cambio operatoria
de Estado.
Autorrepresentados como trabajadores, son
consumidores, ante todo, los que sostienen la bondad del
linchamiento. (Que ante la “acusación” de “fachos”, no
contestan negando, sino retrucando que “se nota que a vos no te
encañonaron a tu jermu”). Como señalaba Lewkowicz, el ciudadano
–soporte subjetivo del Estado-Nación- tenía derechos y
obligaciones; el consumidor, en cambio –soporte subjetivo de la era
del mercado y el Estado posnacional-, tiene sólo derechos, sólo que
ninguna garantía. De ahí sus innatas características de quejoso,
demandón y, también, miedoso. “Nos tenemos que cuidar entre
nosotros, es una vergüenza”, decía una vecina cordobesa a la
tele, una noche decembrista. Una vergüenza. La autogestión del
cuidado es un imposible para la subjetividad consumidora. (Para eso,
se ha dicho, tiene que venir el Estado, y dejar en cambio de
subsidiar chorros…). Al no vivir con una política vital
de cuidados, si no nos proveen
cuidado, no se concibe la posibilidad de organizar una forma de
lidiar con los
peligros, de organizar un cuidado desde nuestra potencia vital; la
única posibilidad es suprimir de raíz la amenaza. No se puede vivir
con riesgo porque no sabemos cuidarnos, hay que matar al riesgo y que
escarmienten sus amigos. La ausencia de auto-cuidado del vecino
consumidor tiene como envés la crueldad. El peso de tener que
cuidarnos nosotros se convierte inmediatamente en derecho de matar,
derecho de linchar.