Publicado
en Revista Crisis,
diciembre 2015. Imágenes de Osvaldo Rodríguez y de SpY
La
maroma camarista
Las
2000 cámaras de la Policía Metropolitana en las calles porteñas,
las 1200 de la Federal, las 1200 o 2000 -según versiones- en los
subtes, las miles que vigilan el tránsito, son un gigantesco
negocio, incumplen la Justicia (en el caso de las municipales) y
constituyen una política compartida por oficialismo y oposición que
crece velozmente en la urbanidad argentina, porque expresan el
sustrato sensible común de la política. En efecto todas estas
cámaras del control estatal, como por ejemplo las que coronan la
punta del Obelisco porteño –convertido en torre de vigilancia-, no
son nada: nada comparado con la cantidad y tasa de crecimiento de las
cámaras privadas, no solamente en las fábricas vigilando el proceso
productivo (cuidando el robo legal de la plusvalía), no solo los
bancos con alta tecnología de reconocimiento facial, no solo los
clubes de fútbol y los shoppings y los cines y rapipagos, sino una
ola verdaderamente inmensurable de cámaras puestas por pequeños
comerciantes y, sobre todo, por vecinos cualesquiera.
Solamente
en la Cámara Argentina de Seguridad Electrónica (CASEL) se
consignan 107 empresas que ofrecen dispositivos de videovigilancia:
para micros, para bancos, para jardines de infantes, para la puerta
del hogar, para el cuarto de los niños. Los últimos modelos
transmiten la imagen a internet en tiempo real y pueden monitorearse
desde el celular. Por seis mil pesos puede comprarse algo básico: un
domo infrarrojo con alcance de veinte metros que se activa cuando
detecta movimiento, con el cableado, la grabadora que guarda todo por
un mes y hasta el humano trabajo de instalación incluidos. Otras
ofertas proponen kits autoinstalables, con dos cámaras, por cinco
mil pesos. “Vimos que es muy creciente la demanda de compra por
parte de consumidores finales, familias, y que en ese segmento, la
presencia del personal de instalación era una traba”, explica
Pamela Carrizo, encargada de márketing de Big Dipper, una de las
empresas líderes en distribución de dispositivos de
video-vigilancia (representante en Argentina del gigante chino
Dahua).
“La
gran mayoría de las camaritas son chinas; también hay
estadounidenses y europeas, pero cuestan casi el doble y las chinas
en los últimos años han elevado mucho sus estándares”, cuenta
una fuente del negocio de la videovigilancia, a quien llamaremos
Carlos porque pidió anonimato, una fija en este gran negocio del
miedo y el control, que en Argentina con la crisis (con la idea sola
de crisis) crece, y que en el mundo tiene pronósticos de expansión
de 16% anual hasta 2017 según TSR (investigadora de mercado
japonesa), o 22% anual hasta 2018 según IHS, una consultora yanqui
terrorífica que se dedica a la información industrial en rubros
como Defensa, Aeroespacial, Medicamentos, etc. En China trabajan en
la industria de la seguridad un millón y medio de personas; tres
millones de manos. Cuando Shangai hizo su Expo Universal, en 2012,
contrató para la video-vigilancia a Hikvision, que puso para el
evento doce mil cámaras. Hikvision es otro gigante chino, fundado en
2001 con 28 trabajadores y que ahora tiene ocho mil, de los cuales
2800 son ingenieros de investigación y desarrollo, y que dice en su
web cotizar en bolsa doce mil millones de dólares; con gran
presencia en Argentina, representada por Security One (dirigida por
el joven empresario Christian Uriel Solano), tiene a cargo por
ejemplo las videovigilancias de Boca Juniors, del municipio de
Calafate y -Randazo mediante- de la red ferroviaria nacional.
Según
el ingeniero Eduardo Casarino, miembro fundador de CASEL desde su
empresa Sistemas Electrónicos Integrados, “El mercado de la
videovigilancia crece en Argentina a un 15% anual, y el segmento de
uso doméstico a un 20%. En términos absolutos, la dimensión del
mercado de la Seguridad Electrónica fue de unos US$ 595 millones al
término de 2013 y se espera que alcance los 700 millones para el fin
de 2014, de los cuales 230 corresponden específicamente al mercado
de video-vigilancia. En el año se instalan, en todos los rubros, más
de 35000 cámaras de CCTV [Circuito cerrado de televisión]”. Una
empresa local grande, informa Carlos de primera mano, importa en 2014
unos tres millones de dólares que vende a cinco millones (actividad
comercial con escasísima mano de obra, claro).
Basta
con prestar atención y se empiezan a ver cámaras por todos lados,
incluso en trayectos que se hacen a diario sin haberlas registrado
antes –porque, claro, el hombre no es bicho de registro constante y
total-. Se torna, luego, imposible dejar de encontrarlas por doquier,
en la propia cuadra, en la manzana, en las inmediaciones. Ojos
inertes, más o menos disimulados por ejemplo entre los artefactos de
alumbrado, aunque estos hacen lo opuesto: absorben luz. Enfrente en
el depósito de pintura, en la otra cuadra el chalet de dos pisos y
otra casa, en la otra esquina el maxikiosco; a la vuelta, una
vivienda modesta con dos soberanas cámaras que, muy extraño, no
filman la puerta sino el cordón de la vereda. “No”, dice un
vecino, “parece que hace un tiempo tuvo problemas con el auto…
que un vecino se lo rayó, algo así, debe ser por eso”. Puso pues
un sistema de unos ocho mil pesos que registra todo lo que pasa, que
somete a los pasantes a ser apuntados con esos artefactos,
asimilándolos a un “afuera peligroso”.
Ese
material filmado queda en poder de los privados y su potestad; “¿por
qué no imaginar, pongamos, que un supermercado que filma la vereda
por motivos de seguridad no podría venderle su archivo de imágenes
a una consultora que hace estudio de mercado para marcas diversas?
Cómo se viste la gente cuando va a comprar, diferencia de géneros,
etcétera, lo que sea”, cuestiona Carlos.
La
eficacia de las cámaras para evitar delitos en hogares y comercios
pequeños es muy discutible (dato gracioso: mucha gente compra
dispositivos IP, cámaras de alta definición que suben la imagen
online en tiempo real, pero olvidan cambiar la contraseña que traen
de fábrica, de manera que es muy fácil de acceder a sus
transmisiones, como hace el sitio insecam.com, donde pueden verse las
tomas en vivo de 75mil cámaras de todo el mundo, mil argentinas).
“La gente suele comprar dos DVRs [el aparato que recibe y guarda
las imágenes], porque los ladrones cada vez más es lo primero que
buscan, para destruirlo, entonces tenés otro de reserva…”, dice
Pamela Carrizo (de Big Dipper). Pero supongamos que un vecino
corriente sufre un robo hogareño, y le queda grabado en imágenes.
Irá a… ¿la comisaría, a hacer la denuncia? ¿Qué investigación
realizará la policía a partir de dicho material? En fin. Lo cierto
es que se ponen cámaras por “prevención”, es decir por miedo:
ese gran regulador de la economía anímica citadina.
Por
un fantasma, por una imagen especular, se implementan movimientos
materiales concretos, y de pronto caminar por la ciudad es ser
filmado por una increíble cantidad de cámaras –y, se sabe, la
observación es una fuerza física que altera la trayectoria de las
partículas-. Shenzhon VVS, otro monstruo oriental, asegura en su web
que en China hay “mil millones de clientes potenciales”. Se
importa de China (o Corea, o Israel si el cliente es el Estado, o
Alemania si es un banco), se le vende a “mediadores”, es decir
micro empresitas o simplemente individuos que, en cada torre, en cada
barrio, en cada pueblo, ofrecen el servicio a los vecinos: señora,
no necesita más estar vigilanteando detrás de la persiana. Señor,
si le revisa cada tanto el mail a su esposa y las cosas a su hijo,
esto es para usted.
Mucho
se ha señalado que el neocapitalismo hizo más complejo identificar
las caras del poder; paralelamente, se multiplica una tecnología que
instala un sinfín de ojos técnicos que son la materialización
actual de la mirada del amo, como plantea el ensayista Gabriel
Muro (en un artículo sobre la obra de Harun Farocki, que estudia
el uso de video-vigilancia en procesos fabriles y militares).
Cámaras
metropolitanas
El
sociólogo Andrés Perez Esquivel presentó una demanda contra el
Gobierno de la Ciudad porque la Metropolitana no publica la ubicación
de sus cámaras ni de las cámaras de empresas cuyo material puede
usar (debe hacerlo según indica la Ley 3998, de 2011, que modifica
la ley 2602 de 2007). Aunque el juez Darío Reynoso falló a favor de
la demanda, la Ciudad sigue ocultando. Entrevistado para esta nota,
Pérez Esquivel explica que “lo que hay es un gran negocio. La
ciudad acaba de prorrogar por un año su contrato de leasing
con
la empresa Global View; la prórroga establece el pago de dieciséis
millones de pesos por continuar el mantenimiento de las 2030 cámaras
que recién serán propiedad de la Ciudad cuando termine el contrato,
que empezó en el 2010 y por el cual Buenos Aires habrá pagado
aproximadamente 320 millones de pesos, unos 160 mil por cada una: lo
que cuesta un dron de avanzada. Y sin incluir el cableado, porque se
usa el de empresas privadas que tienen redes de fibra óptica,
empresas que técnicamente tienen la posibilidad de acceder a esa
información.” Las cámaras de la Federal, por su parte, que son
1200 en 300 puntos (porque coloca cuatro en cada cruce), son de la
marca Mer Systems, empresa israelí; coincidencia, el empresario ex
montonero Mario Montoto es el creador de Global View y también es
vicepresidente de la Cámara de Comercio Argentino Israelí.
Montoto,
ex secretario de Firmenich, fundó y dirige Global View, aunque en
2012 vendió el 85%, por 30 millones de dólares, a la japonesa NEC,
gigante que, cuando anunció la compra, ponderó desde Tokio que
“Global View S.A. tiene una fuerte base de clientes en servicios de
vigilancia, particularmente gobiernos municipales, y su negocio está
basado en un modelo de cuota mensual”. Provee por ejemplo a Tigre,
Rosario, Lomas de Zamora; acaba de ganar la licitación en Mar del
plata, por seis millones de pesos por 65 cámaras durante treinta y
seis meses: fue la única empresa en presentarse. “Los municipios
ya lo toman como un ítem más de la política que tienen que hacer:
construir una calle, poner cámaras”, afirma desde Big Dipper
Pamela Carrizo. Al respecto, Eduardo Casarino dice: “El futuro del
control de la seguridad en los municipios tiende a utilizar aún más
las tecnologías de los sistemas de video-vigilancia, al igual que en
los países de más alto desarrollo. El único escollo que tienen los
municipios es la inversión que tienen que realizar para que un
sistema sea eficaz, ya que lo que realmente sirve suma un monto muy
importante y lo que se instala a un costo más bajo resulta en un
sistema de prestación defectuosa y poco eficaz”.
“La
Metropolitana –sintetiza Pérez Esquivel- no quiere inscribir sus
cámaras en la Defensoría del Pueblo y en ningún control externo, y
ha sido intimada por la propia Defensoría, por la Auditoría, por la
Legislatura y por la Justicia. Se trata de un negocio y de una puja
de poder entre fuerzas policiales: la Metropolitana tiene tres
comisarías, patrulla cinco comunas, pero tiene cámaras en todos
lados”.
Las
dos mil cámaras de la Metropolitana envían sus capturas al Centro
de Monitoreo Urbano. Uno de sus operarios-espectadores, que pide no
dar su nombre, cuenta que “son 2030 cámaras y en cada turno hay
quince o dieciséis operadores monitoreando: ciento treinta, ciento
cuarenta cámaras para cada uno. Cuando vienen los medios, como vino
La Nación, o cuando viene algún diplomático extranjero, llaman a
los operarios de los otros turnos, llaman hasta al portero y le ponen
uniforme y los hacen actuar que laburan, para mostrar que hay treinta
personas monitoreando. La ciudad tiene trece mil cruces (de calles),
inabarcable. Donde sí sirve es en la Comuna 1 (Retiro, centro,
Constitución), zonas de mucho asalto callejero, y donde ahora los
chorros saben que están las cámaras –en esa zona hay muchas- y se
corren a otros lados. Las que están en el Obelisco ahora son
visibles porque están afuera de las ventanitas, pero ya estaban,
solo que adentro. Podemos moverlas para mirar en cualquier rango, y
tienen, como todas las de la Metro, un alcance de 1600 metros. Lo que
se dice mucho y es falso es que violan la privacidad. Están
programadas para que si hacen zoom a una casa, por ejemplo, donde
está la ventana se bloquee, se pone negro; cada cámara se programa
específicamente. Y también es falso que se usen para hacer
espionaje, para espiar militantes o activistas. Salvo en el Borda,
ahí sí les pusieron una cámara, dentro del Borda, para vigilar a
los agitadores.”
“Igual,
el sistema es obsoleto. Londres tiene veinte mil cámaras
municipales, y ni un solo operador: son cámaras de una inteligencia
tal que están programadas para registrar anomalías de píxeles. Si
una puerta se abre en un horario en que debería está cerrada, o si
en un pasillo de subte una sola persona camina en dirección opuesta
a la masa, el sistema lee la anomalía en píxeles, y larga una
alarma para que, ahí sí, venga un operador”.
Homo-occidentalis
Es
que las cámaras se usan para
no estar.
No se trata solamente del control, no; aquí el control participa de
un atributo genérico de la subjetividad mediática: la
multiplicación de instancias de la presencia simultánea. Estar sin
estar. Poner camaritas en el cuarto del niño o el bebé sirve para
poder estar tranquilo en otro lado.
Así
es que NEC, que en su web cuenta su larga y expansiva cronología,
hito por hito, salto por salto, cuando llega a 2003 exalta el momento
bisagra como ningún otro: La
era de la omnipresencia. ¡El futuro es ahora! ¡El sueño se
convierte en realidad! La gente ya ha comenzado a experimentar los
beneficios y el confort que les ofrece la sociedad omnipresente.
La
pasión por mirar es conocida. Con una larga preparación del sentido
de la vista, los homo-occidentalis nos conformamos como espectadores.
¿Cómo pensar, cómo nombrar, a esto que somos ahora, personas
filmables?
¿Actores? Los quince minutos de fama para todos preconizados en los
sesentas, ¿es descabellado verlos como preparación para esta
visibilidad permanente? También es cabellado pensar que la pulsión
por exhibir la propia vida (desde facebook hasta el “giro
autobiográfico de la literatura argentina”) es consustancial al
reputado fin de los grandes relatos: ante el vacío de una entidad
magnamente inclusora, integradora, que nos oprime pero nos cuenta
y
proyecta,
el yo narcisista se cuenta a sí mismo y gestiona ser captado.
Sobre el fondo anímico de irrelevancia individual se apoya la
aceptación social de la omnipresencia de las cámaras: me filman,
soy alguien.
Este
engarce entre control y subjetivación vía imagen es bien entendido
por ejemplo en Nueva York: hay un bar, subsuelo del clásico edificio
Seagram, un bar restorán muy a la última onda, que tiene arriba de
la barra, como principal presencia estética del salón, un largo
panel de pantallas unidas: muestran, con un leve efecto de espasmo y
repetición en loop, las imágenes de la gente que entra, tomadas por
las cámaras del ingreso; el recién llegado puede verse, por unos
minutos, hasta que su imagen pasa a retiro y sigue viendo a los
nuevos ingresantes.
Pero
si las cámaras son omnipresentes, ya no pueden pedir sonrisas. La
webcam para ejercer el "yow 2.0" puede ser el mismo
aparatito que me filma en el kiosco, pero una es vía de
subjetivación espectacular, la otra de objetivación por control.
Y
del ser filmado como excepción a ser filmado como la nueva
naturaleza hay un cambio cualitativo; ya no puede existir la cámara
"oculta": el punto de partida en cualquier parte es la como
mínimo posibilidad de estar siendo capturado como imagen (por eso
los recientes casos de “éxito” de videovigilancia es con tipos
de sanidad mellada: el asesino de la estudiante chilena, el pirómano
de Caballito). ¿Qué subjetividad genera esta mirada inerte
omnipresente, qué verdad queda naturalizada, qué asume el cuerpo?
¿Hasta dónde llega, o llegará, el efecto de las camaritas sobre la
conducta común? ¿Es la punta que más lejos llegó para subsumir
todo rastro o expresión de salvajía, todo impulso de espontaneidad?
La
cámara no solo te ve: te guarda. O mejor, con ese órgano nuestro
que es la cámara, nos guardamos. Nos registramos, como una marca;
nos enmarcamos, nos hacemos marca. Nos objetiva como imagen visible,
donde lo invisible no existe. Son un órgano sin cuerpo, las cámaras,
ojo puro, una pura función: un ojo sin cuerpo que nos embalsama:
salva nuestra imagen para la eternidad, y nos llena de nada.
Si
algo le duele a las cámaras, es ser ellas mismas visibles. Su anhelo
es ser un ojo sin cuerpo. Ojos que alteran el estatuto mismo del
suelo, de la materia urbana: ahora está siendo filmada, las cámaras
la captan y le devuelven el dato de que es imagen. ¿Succión del
alma citadina? Toda la realidad, duplicada. Guardada por sesenta o
noventa días y eliminada si no hay nada que verificar. ¿Qué decir
de este back-up de la realidad, de esta "memoria externa"
de la realidad?, que, por otra parte, en vez de "inocente hasta
probar lo contrario", dice "amenaza pero irrelevante y
eliminable salvo que suceda delito". ¿Vigilancia de la
normalidad de lo no-acontecimental? No somos nada, hasta que
resultamos anomalía de píxeles.
Christian
Ferrer, miembro editor de la revista Artefacto, autor de El
entramado. El apuntalamiento técnico del mundo (además
otras obras como su flamante biografía-ensayo sobre Martínez
Estrada), consultado para esta nota, dice: “Hemos sido integrados a
un inmenso campo de maniobras, un entrenamiento gigantesco para la
subjetividad del que a nadie le está permitido salir, sin mayor
conciencia de qué estamos haciendo y sin que aquellos que lo
instalaron sepan todavía qué van a hacer con los resultados”.