Y tan chiquitos son, que no entorpecen para nada la visibilidad de mis pies, el fondo. Se puede nadar tranquilamente, con los ojos cerrados, habiendo ya visto libre de interrupciones el espacio donde trasladaremos nuestro cuerpo de modo tan inhabitual. La transparencia del mar –su preponderancia acuosa, al fin- no es sólo un valor estético, sino ante todo práctico.
Me adentro bastante más allá de donde dejo de hacer pie, el fondo estará a cuatro o cinco metros, absolutamente visible. Me sumerjo y bajo el agua hay otras reglas. Los parámetros de la percepción se trastocan; también las leyes del movimiento: se puede nadar con los brazos junto al cuerpo -como suprimiéndolos- y las piernas juntas, haciendo ondas con el cuerpo que terminen en impulsos como de pez.
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