Friday, November 08, 2013

El gran tren de la Madre Rusia



Texto de AjV; fotos de Julián Díaz. Publicado en revista Viva


El gran tren de la madre Rusia mece en su andar a los pasajeros de la noche. Cuando el nuevo día se forma, es fácil engañarse y sentir que no hubo tiempo, que las horas nocturnas fueron aceleradas y el tren sigue entonces en el mismo lugar y por eso la ventana muestra el mismo paisaje de estepa, árboles flacos y pastos magros, nieve tozuda de primavera y barro y lomas al infinito. La extensión de lo mismo es inconcebible.

Pero la eternidad siberiana es aparente. Una eternidad que dura, a bordo del tren, cuatro o cinco días, hasta que las profundidades de la Rusia Oriental ven nacer las montañas guardianas del magnánimo Lago Baikal, mítico reservorio del veinte por ciento de agua dulce líquida del planeta.

El Transiberiano no es tanto un tren como una vía ferroviaria que desde 1904 une San Petesburgo y Moscú con Vladivostok, ciudad-puerto en el Mar de Japón. Un tren semanal va directo de Moscú a Vladivostok; son 9288 kms, tarda siete días. En 1949 fue la revolución china y empezó la construcción del “ramal” que atraviesa Mongolia y termina en Beijing: el Transmongoliano. También un tren semanal hace el recorrido de un tirón; tarda seis días y a la homogeneidad interminable de Siberia le añade una diversidad cultural incomparable.

San Petersburgo es el inicio ideal del recorrido (puede hacerse al revés), para ver la progresiva desaparición de Occidente. Majestuosa y atravesada por canales del río Neva que desemboca en el Golfo de Finlandia, la ex Leningrado tiene su mayor orgullo en el museo Hermitage. Con 365 salas, recorrerlo entero a pie demora siete días seguidos. El Palacio de Invierno, otrora residencia de los zares y cuya toma bolchevique fue el hito de la Revolución del 17, es parte del museo y un impactante atractivo en sí mismo; parece natural que sea morada de Rembrandt, Leonardo, Manet, Van Gogh, Kandinsky, Picasso: maravillas que son la legitimación estética de la cultura occidental.

Salir del Hermitage bajo la nevisca, meterse al primer bar donde tomar calor con un poco de vodka local, sopa agria solyanka y arenques con eneldo: suficiente para sentir que empezamos a entender algo de Rusia.



El viaje nocturno a Moscú dura ocho horas y es muy simple; pero ubicar el tren indicado en la estación petersburguense requiere de ayuda. Hacer el Transmongoliano en tramos, parando en sitios del camino, es posible gracias a la universal ética de la hospitalidad. Los trenes rusos son de uso popular local y suelen ir bastante llenos. Adentro nadie habla castellano y casi nadie inglés. El ticket, por supuesto, está escrito en ruso, alfabeto cirílico; con alguna guía hay que aprender a leerlo, sobre todo el número de cucheta que nos toca.

Muchos trenes no tienen primera clase, que es un compartimiento con dos camas, sino directamente segunda (camarote con cuatro camas) y tercera, llamada plaskart: todo el vagón es un gran compartimiento, con cubículos abiertos al pasillo (solo separados por tabiques laterales) de seis cuchetas cada uno. De día, las cuchetas inferiores se usan como asientos. De noche, nada vale tanto como un buen par de tapones de oídos.

Compañeros ocasionales de plaskart: grupos de amigos jóvenes en juerga de fin de semana; grupos de kasajos o inmigrantes de otras naciones otrora soviéticas que van a Rusia a trabajar; hombres solos que viajan por negocios a ciudades distantes (“en el avión no puedo acostarme, ¡y prefiero ir por tierra!”, explica uno); señoras sexagenarias que, al entrar al vagón, se sostienen mutuamente una sábana (cada viajero recibe una colchoneta confortable y ropa de cama limpia) a modo de biombo para cambiarse y ponerse cómodas. Todo el mundo se pone pantalones cortos, pijamas, ojotas o chancletas, en esta gran intimidad compartida. 




 Moscú es una ciudad hecha con el sentimiento aspiracional de ser el centro del mundo. Todas las capas de su historia conviven como presente urbano. Las inolvidables estaciones de subte, diseñadas como palacios de la clase trabajadora a cien metros de profundidad; el Kremlin zarista y su Plaza Roja; las famosas iglesias ortodoxas de cúpulas coloridas y cebolladas; las calles con limusinas de diez metros, son formas –o estaciones- de la grandeza rusa, que nunca pierde su escala. Como la del tren: el más largo del mundo. 



Salir de Moscú hacia el este es ingresar en lo que nunca hemos siquiera oído nunca nombrar. Pasamos por ejemplo por Nizhny Novgorod, y ahí el tren cruza el río Volga; pasamos por Kazan, capital de Tartaristán, donde se habla en tártaro y es la principal ciudad musulmana en Rusia -su hermosa mezquita, inaugurada en 2005 a mil años de la fundación de la ciudad, es la más grande del continente europeo.

Nadie diría aquí que estamos en Europa (los rusos no se dicen ni parte de Europa ni de Asia). La divisoria formal entre ambos continentes son los Montes Urales. Donde los atraviesa el tren, se reducen a conjunto de lomas y colinas. Pero al venir de la Gran Llanura Europea Oriental y tener enfrente dos mil kilómetros chatos de Siberia occidental, esas tímidas elevaciones por entre las que serpentea el tren quedan marcadas como grandes accidentes geográficos. La puerta de Asia.

Rusia es igual de grande que Sudamérica. Tiene en Asia el 75% de su suelo pero solo el 22% de su gente. Después de Ekaterimburgo (donde los bolcheviques ejecutaron a la familia entera del último zar), las poblaciones son cada vez más esporádicas. La marcha del ferrocarril pasa a ser la única marca de civilización continua. Atravesando las praderas heladas y los fantasmales bosques de taiga, en el plaskart se refuerza la atmósfera de intimidad.

La provotnista es la encargada de limpiar y mantener el orden dentro del vagón. Responsables y respetadas, generalmente frías pero siempre amables, funcionan como encarnaciones de la madre Rusia. Mantienen por ejemplo activo el samovar, del que los pasajeros se sirven una y otra vez agua caliente. La gente lleva sus petates alimenticios, sopas instantáneas, pepinos, pescado ahumado, pan negro, algunos cerveza o vodka. Pero todos pasan las horas tomando té, entre conversaciones, juegos de naipes, lecturas y mirar, y mirar, y mirar por la ventana.  

El Transiberiano es una cápsula donde las referencias temporales se disuelven, porque en tramos de veinte o treinta horas de una ciudad a otra, los husos horarios son atravesados sin que nadie sepa en cuál estamos, de manera que está el horario de la ciudad en que subimos al tren, el de la ciudad a la que vamos, y, encima, el horario oficial del tren, que es, siempre, en toda Rusia, el horario moscovita –lo mismo en los tickets que indican horarios de salida y llegada, y en las estaciones, siempre los horarios son con hora de Moscú, y hay algunos pueblos muy pequeños sin otro reloj público que el de la estación ferroviaria: pequeñas islas de horario moscovita en medio del oriente-. Si todo viaje es un viaje en el tiempo, este más bien funciona como un viaje hacia afuera del tiempo. Por eso para muchos es un viaje para contemplar la vida: mirar por la ventana y no ver nada; ponerse ante un vacío y encontrarse. Con momentos de vértigo horizontal, el Transiberiano es un abismo hacia adelante.

Pero es Rusia, una madre que abandona nunca del todo a su prole. Así es que cuando pareciéramos estar en medio de la nada, y pasamos por uno de tantos ínfimos villorrios de casas de madera, que de no ser por el tendido eléctrico sería una imagen de cualquiera de los últimos cuatro siglos, de pronto aparece detrás y rompiendo el bosque una furibunda mole de hormigón, cuarenta metros de largo y cinco pisos de alto; imposible saber su función productiva pero evidente su efecto simbólico: recordarnos a todos que este páramo también es un punto del Imperio.



Es, en efecto, un viaje imperial: Rusia, Mongolia y China fueron imperios. El más grande fue el mongol. De todos: el imperio más grande de la historia. Se nota en las caras a medida que el tren avanza y para unos minutos en estaciones minúsculas donde señoras voluminosas y afables traen cestas al andén para vender comida casera: bollos de verdura, albóndigas, blinis (panqueques), pelmenis (capelletis grandes). Se divierten ante la trabajosa comunicación de los viajeros argentinos, ríen con sus caras ajadas por la vida y de rasgos asiáticos, ojos finitos, casi ocultos, que nos ven como bichos cada vez más raros.

Nos acercamos a la tierra de Gengis Khan.

El lago Baikal fue parte del imperio mongol. Cuando el tren pasa por el extremo sur del lago estamos ante los paisajes acaso más hermosos de todo el recorrido: montañas escarpadas, con bosque y nieve, enmarcan el inmenso lago, de superficie congelada aún en primavera. Para caminar sobre sus duras aguas hay que bajar en la pintoresca Irkutsk, otrora apodada “la París de Siberia”, llena de casas de madera finamente ornamentadas, y viajar en una pequeña combi de hechura soviética con gente que aun habla ruso pero ya tiene cara mongola.

A esta altura, volver a tomar el tren en Irkutsk para seguir viaje es como volver a casa: saludar a una nueva provotnista, observar los compañeros de vagón, encontrar la cucheta y armar la cama con el meneo del tren, ponerse ojotas y sentarse a tomar té. Lo que al principio es la radical ajenidad, se hace familiar.  Pero justo ahí cambia la pantalla: entramos en Mongolia.

Un país desértico. Un tercio de sus menos de tres millones de habitantes vive en la capital, Ulan-Batoor. Otro tercio es nómade: con economía de subsistencia ganadera, viven en tradicionales carpas llamadas gers. Se ven muchas desde el tren, en medio de la inmensidad; vida organizada en torno a los caballos y camellos. Al llegar a la ciudad, encontramos que ahí también hay gers, sobre todo en la periferia. Son los habitantes que hace poco abandonaron sus antiguos terruños para venir a probar suerte a la urbe, y montan sus carpas en los baldíos.
 

Ulan-Batoor es una ciudad caótica sin mayor atractivo, pero desde allí es fácil contratar un viaje al interior, donde familias nómades tienen como changa alojar turistas. En medio de un desierto montañoso, comiendo el omnipresente mutton (carne de oveja), sin entender una sola palabra, se recibe la noche de un límpido cielo repleto de las estrellas del norte.

Para el último tramo, tomamos en Ulan-Batoor el tren que viene directo sin escalas desde Moscú hacia Beijing. Aquí sí que hay viajeros extranjeros. No tiene tercera clase, solo segunda y primera, y el restaurante (que en los trenes rusos mucho no se usa, cuando lo hay) se llena de holandeses, ingleses y alemanes, la mayoría jubilados que esperaron media vida para hacer este viaje. Toman cerveza o té y contemplan felices la enormidad naranja del desierto de Gobi.

A través de ese desierto, que es la marca identitaria de Mongolia, llegamos a China. En la frontera, el tren demora varias horas, entre otras cosas porque del lado chino separan vagón a vagón, los elevan tres metros (¡con nosotros adentro!) y ensanchan la distancia entre ruedas para adaptarlos al ancho de trocha chino.

Es medianoche cuando por fin podemos bajar a suelo chino. El contraste con la pobreza mongola es alevoso: aun con la estación casi cerrada y vacía, el largo andén al aire libre tiene una serie de mega parlantes que nos reciben con música de Gershwin, bien fuerte, bajo la noche oscura. Para ponerse a bailar.

Desde los menos de dos habitantes por kilómetro cuadrado de Mongolia y su economía primaria, entrar a China es cambiar de mundo, de era. A la mañana los pasillos del tren se llenan de pasajeros que miran por la ventana el espectáculo de un crecimiento del 10% del PBI anual sostenido, que es visible: no hay un metro cuadrado sin que algo se esté haciendo. Represas, sembrados, túneles, fábricas, centrales atómicas, poblados, autopistas en construcción, etcétera. China burbujea ante nuestros ojos. 

En la estación ferroviaria de Beijing miles de personas llegan o salen. Afuera, la ciudad, milenaria y fascinante, esta sí asumida como centro del mundo, se ofrece a nuestra hambre: todo para ver, para comer, para recorrer, para perderse en sus callejones y encontrar, siempre, algo interesante, desde la Ciudad Prohibida hasta los mercados de frutas y verduras o ancianos que juegan, con fichas y tablero, de cuclillas en un rincón callejero. La vida china. Respecto de Buenos Aires es justo el otro lado del mundo; pero ya respecto de San Petesburgo y Moscú parece otro planeta. Tanta información, tanto visto y oído y probado; miles de kilómetros que contienen miles de años de historia. El viaje termina, pero sus efectos en el viajero recién empiezan.






















Saturday, November 02, 2013

De Rusia con dolor


((AjV para revista Crisis))

Hay que ponerle carne a la nota, carne de la Rusia real, la santa Rusia que no cree en nada, o que cree que no cree: es Rusia a su pesar. La Rusia que se pensó a sí misma como la legítima heredera del Imperio Romano oriental, desde que al caer Constantinopla quedó como el único gran Estado cristiano en el confín europeo; la vencedora de Napoleón y de Hitler y conquistadora de Paris y Berlín; la Rusia que nombra en tercera persona tanto a Europa como a Asia, que no se siente parte de entidad mayor alguna y cuyo escudo nacional es un águila bicéfala que vigila ambos extremos de su poder, Oriente y Occidente.


Altos, blancos y fríos, los rusos son muy rusos. Son y no son el estereotipo: calzan y cumplen con el preconcepto, pero miran hacia otro lado, nadie quiere cargarse semejante historia. El alfabeto cirílico es difícil pero no imposible. Hay palabras occidentalmente universales que permiten sacar equivalencias de caracteres, como restorán (Pectopah); pero en verdad la primera palabra que nos devela algo del cirílco es McDonalds: la cantidad de sucursales es impactante, tanto en San Petesburgo como en Moscú. “No, mucho no voy. Solo un par de veces por semana”, nos dice Mike: moscovita de treinta y seis años, hombre moderno y próspero con “muchos trabajos”, entre los que cuenta “productor de cine y comerciales” y “representante de bandas musicales”. Con su novia Nadia, arquitecta de 30 años, vive en un amplio y confortable departamento que, desde el piso 20, domina -como se dice- la ciudad.
Mike y Nadia llevan a dos argentinos a conocer el VDNKH o “All Russia exhibition centre”: un mega parque que solía ser la gran feria de exposición de los logros económicos y sociales de las repúblicas socialistas soviéticas unidas, con majestuosos pabellones para cada rama de la vida económica (el agro, la minería, la industria, también el deporte, la exploración cósmica), y otros igualmente grandiosos para cada país miembro de la antigua Unión. Hoy todo esto es una feria de paseo con entretenimientos familiares, y dentro de los pabellones hay mercados de chucherías, flores, productos de ferretería ocurrentes, de antigüedades baratas. Mike y Nadia, como toda la gente, caminan despacito entre los vendedores de manzanas acarameladas y los promotores de vaya a saber qué disfrazados de pies a cabeza para ganar la batalla por la atención infantil. La disposición se parece a las ferias de pueblo que muestran las películas yanquis situadas en la década del 50, solo que enmarcada entre estos soberanos edificios que encarnan el más ambicioso orgullo del socialismo real. “Arquitectura imperial, ¡me encanta!”, sonríe Nadia sobre estas construcciones estalinistas, con la simpatía tierna común hacia lo vintage, y con algo que suele verse en jóvenes rusos, una suerte de orgullo no asumido por hitos de su pasado nacional.
Estatuas doradas representan diversos sujetos del pueblo en su lozana fortaleza; grandes columnas de la historia llevada por las riendas; la grandilocuente retórica arquitectónica del socialismo. La caminata apochoclada resalta lo estrepitoso de la derrota, y es entristecedora la indiferencia que muestran los rusos hacia la refuncionalización de aquellas estructuras en escenario entretenido de un consumo ramplón. Como sea, los anfitriones notan que al salir del VDNKH hay que levantar. Ahí es entonces cuando proponen: ¿tomamos un café en McDonalds?, pero no esperan respuesta y tironean a los argentinos; son pocos metros entre la entrada/salida del parque y el local de la eme. Por suerte es imposible entrar: está repleto.
Nadia, acaso estimulada por la arquitectura imperial que le divierte, propone ir “al lugar de comida soviética”. Un pequeño comercio donde, de parado, se comen dos clases de lo que llamaríamos empanadas, se toma cerveza y/o vodka y no se ven sonrisas ni de casualidad: tipos altos, bigotes, caras curtidas, manos instrumentales. Pieles todo callo. Expresiones enquistadas en el garbo de aguantar el frío, el sino de la Madre Rusia. “Así era la era soviética”, dice Nadia y sonríe de nuevo con la condescendencia que da la distancia, como si el pasado fuera extranjero.
Al día siguiente en cambio sí: a la salida del Kremlin, Mike insiste con entrar al McDonalds que está pegado a la Plaza Roja. También está repleto, pero logra ordenar para los argentinos “hamburguesas estilo ruso”. Es que aún se desquitan, los rusos. Cuando abrió el primer McDonalds moscovita, en enero de 1990 (todavía en la URSS; de hecho fue McDonalds de Canadá el que manejaba el local), hubo filas de varias cuadras, gente esperando cinco horas: treinta mil personas fueron solo ese día por su gran mac. Ronald no fue tonto: ese fue el local más grande de la eme amarilla en todo el mundo hasta el año pasado, que abrieron uno superador en Londres para los Juegos Olímpicos. Ya para ese primer local, la cadena puso sus propias granjas, en suelo soviético, previendo escollos de abastecimiento socialista.
Carne de Rusia.







“Rusia hoy” es algo difícil de imaginar: tanta inercia imaginal tiene el pasado. Fue tanto, Rusia, que hoy es preciso un esfuerzo para limpiar los ojos y entrever que también ahora, pero de una manera muy otra, es, existe, Rusia: el país más grande del mundo (casi casi igual que Sudamérica); el país dirigido por Vladimir Putin desde el 2000 y hasta, dicen, 2024; el socio de Brasil, India y China en el BRIC; el organizador del Mundial 2018 (y las Olimpíadas invernales de 2014); el país donde los multimillonarios tienen mayor patrimonio promedio. Moscú es la ciudad del mundo con más cantidad de multimillonarios, la clase de mega ricos nacida con la apropiación de las empresas y fábricas que eran del Estado. Tipos cuyo perfume diario vale el pbi per cápita argentino, que ostentan su lujo con orgullo (limusinas de diez metros, vidrieras gigantes que exhiben solo un reloj) y viven en una megalópolis que los rodea de iconografía urbana comunista.

“Nos encontramos bajo la estatua de Lenin”, les escribió Slava a los argentinos. Ingeniero de veintiséis años, Slava vino hace ocho de su pueblo a San Petersburgo. La citada estatua es una soberbia figura de bronce, de unos diez metros de alto y gesto firme, batallador, decidido; aún emana leninismo, pero está sola, en medio de una gran plaza seca, bajo la nieve que cae. Detrás hay un edificio estatal enorme, coronado, una vez más, por la hoz y el martillo. Nadie les presta atención. La plaza tiene una entrada al subte: los subtes petesburguenses son los más profundos del mundo, dice Slava. Inaugurados en los cincuenta, su diseño estalinista es un alarde de suntuosidad palaciega ofrecida a la clase trabajadora a ciento y pico de metros de profundidad -se supone que también se proyectaban como refugio anti bombas.
Los rusos viven rodeados de simbología comunista (nada de Stalin, odiado como terrorista, y casi nada de Marx, “una figura europea”) y casi todos dicen que a nadie le importa la historia. Puede no importarles: a la historia no le importa. La ortodoxia cristiana, el imperialismo zarista, la utopía y el absolutismo socialistas, diversas estaciones de la grandeza rusa, conviven como concreto urbano junto al lujo millonarista actual; es la naturaleza que constituye la cotidianidad de los rusos; vale decir que no hace falta que les importe para que les sea constitutiva.
A Slava sí le importa. Pasea a los argentinos por Petersburgo con gesto embajador, y les muestra las marcas aún visibles de algunas de las ciento cincuenta mil bombas nazis que cayeron en la ciudad, sitiada por las tropas alemanas durante 900 días entre 1941 y 1944, sin ser doblegada. “Mis abuelos eran niños y estaban. Lo recuerdan. La gente vivía con 125 gramos de pan por día. Y ocurrieron todos los horrores”. Se calcula que murieron entre setecientos mil y un millón y medio de los tres millones de habitantes. Pero Slava asegura que no hay resentimientos: “Fue una guerra contra el fascismo, no contra Alemania. Y sostenida por el pueblo ruso, no por Stalin. Si no se hubiese resistido y triunfado, no habría más Rusia”.
En el subte, en la calle, la gente de más de cuarenta suele parecer un personaje del Acorazado Potemkin. La historia marcada en los cuerpos. El vodka desde la mañana. La sensación que da conversar con los rusos es que sería difícil encontrar uno que no tenga en su historia familiar la mella de alguna de las tantas tragedias vividas en esta tierra, desde las matanzas en la expansión rusa para llegar a su geografía actual, el feroz despotismo zarista y el régimen cruel de servidumbre, los progroms antijudíos, la guerra civil tras la Revolución, las hambrunas, las masacres de Stalin.
Ekaterimburgo es la primera ciudad importante pasando los Urales. El comienzo del infinito siberiano. Allí, en un sótano y durante la noche, los bolcheviques mataron a toda la familia del último Zar, Nicolás II, y varios de sus ayudantes. El fusilamiento fue programado por Lenin y uno de sus camaradas más íntimos, Sverdlov, que murió en 1919 en una epidemia de gripe.
En Ekaterimburgo el contacto ruso de los argentinos es Uliana; su edad es treinta y uno y tiene tres hijas de entre once años y dos meses. Se separó durante el embarazo y ahora vende la bicicleta del ex marido porque él no le pasa ni un rublo. “La mitad de los chicos en Rusia son criados por madres solas”, dice. Su madre la ayuda con las niñas; a su padre nunca lo conoció. Su abuelo, padre de su madre, murió preso en un Gulag. De manual: “Era campesino, tenía una pequeña tierra, y dijo que no quería dar su producción al Estado. No hizo nada, solo dijo que no quería, y lo mataron”.
Asegura que el pueblo lloraba cuando fue asesinado el Zar, porque el pueblo era religioso como él, y que el pueblo lloraba cuando se desmembró la URSS: “Cayó porque era un sistema muy grande y muy estúpido. En los últimos años no era cruel, era estúpido. Había enormes logros en infraestructura y tecnología, pero nada de eso se veía en la vida cotidiana de la gente. Había que atravesar una burocracia infinita para comprar cualquier cosa; si necesitabas un par de zapatos, estabas prácticamente obligado a ir al mercado negro. Pero la gente lloraba cuando se terminó. Era el fin del mundo en que vivían. Los rusos somos gente triste. No sabíamos nada; acá nadie sabía, por ejemplo, que existía el Muro de Berlín. ¿La gente en el mundo, por ejemplo en Argentina, realmente piensa que en Rusia andan osos por las calles?”.
Muestran tímidamente un interés, los rusos jóvenes, en desmentir la imagen que ellos tienen de la imagen que “el mundo” tiene de ellos.
Todos se ríen de que los argentinos, entre las cinco o seis palabras rusas que saben, la primera sea tovarich.
Uliana trabaja como vendedora en una gran factoría de vodka. Viaja por el país para gestionar ventas al por mayor. Viaja por ejemplo a pueblos en la costa del Océano Ártico. Ahí los habitantes trabajan todos en la explotación gasífera y “cobran entre seis y quince mil dólares por mes, y cuando no trabajan lo único que hacen es tomar vodka y fumar trafca”.
Rusia posee las mayores reservas mundiales de gas, las segundas mayores de carbón y las octavas de petróleo, según Wikipedia. Acaba de firmar con China el mayor contrato petrolero de la historia: lo abastecerá de 365 millones de toneladas de oro negro durante 25 años a cambio de 270 mil millones de dólares –más de medio pbi argentino. Aunque las cifras varían con las fuentes informativas, lo cierto es que habrá un adelanto de sesenta mil millones de dólares, y que el gigante oriental superará a Alemania (por lejos) como el principal comprador de crudo ruso.
Propulsada por la extracción y venta de recursos naturales energéticos, la economía rusa lleva catorce años de auge.
“En el 98 aquí hubo no crisis: hubo hambruna. No teníamos pan -recuerda Uliana-. Sobrevivimos gracias a la papa”.  En el 98 el pbi ruso se había reducido a la mitad de sus índices del 91. “Por eso yo creo que Putin, que maneja el país desde el 2000, va a gobernar hasta el 2024. No es bueno, y acá nadie simpatiza con nadie, pero es lo mejor que hoy puede pasar”, piensa Uliana.
En este país con bajísima natalidad (es realmente difícil ver embarazadas en la calle), cuando Uliana tuvo su segunda hija empezó a cobrar mensualmente quinientos dólares en efectivo provistos por el Estado; cuando tuvo la tercera, la ayuda aumentó: el Estado se hizo cargo de pagar la mitad de la compra de una vivienda, un cómodo departamento de cinco ambientes, mucho mejor mantenido que el viejo edificio que lo contiene. Ella está buscando trabajo; no le falta, pero quiere uno mejor. Confía en que seguro va a encontrar.
Racionalidad mercantil para un mundo de altos negocios cuidado por un Estado que hace caja con la explotación de recursos naturales y organiza cierto asistencialismo o condiciones elementales de la sobrevida poblacional: Rusia, tan lejos y tan cerca.
“Si tenes un problema de salud, ¿hay un sistema público que te cuida?”, oye Slava que le preguntan dos a los que envidia por su fútbol, y se pone serio al borde del escándalo: “Of course!”.
Resulta que no solo Slava sino los tres anfitriones son graduados universitarios; Mike de producción de cine y de “Encriptamiento informático” (¡Mother Russia!) y Uliana de Letras y Filosofía. La pregunta sobre si sus universidades son públicas no la entienden. “Que si a tus profesores les pagaba el sueldo el Estado…” “¡Yes, of course!”. Rusia tiene más alta tasa poblacional de graduados universitarios que cualquier país europeo.
Un grupo de chicos y chicas de veintidós, veintitrés años; estudian “lenguas extranjeras” y hablan perfecto ingles. Perfil cultural a la moda global, desprecian todo lo que sea vieja Rusia. La chicas fanas en chiste de Natalia Oreiro, furor como estrella televisiva; los chicos fanas de Messi “pero Maradona fue mejor”. Guían a los argentinos por algunas cuadras en Moscú, todo muy simpático, y en la despedida dicen “¡qué bueno poder charlar con extranjeros que no sean negros!”.
“¿Qué?”
“Sí, extranjeros que no sean negros. ¡Estamos cansados de los negros! Están por todas partes”.
“No vimos negros. ¿Hay negros en Moscú?”, pero los argentinos entendían que se hablaba de los trabajadores inmigrantes de las repúblicas ex soviéticas de nombres terminados en tán.
“No, bueno, no son negros-negros, pero son negros, ¿cómo les explico? ¿No los vieron? Viajás en subte y son todos negro, negro, negro. Los odiamos. En cualquier momento va a haber más de ellos que de nosotros. Vienen acá y tienen sus hijos…”
Slava y Uliana coinciden con ese desprecio. La Madre Rusia se quiere blanca y no se avergüenza de decirlo. Los que barren las veredas, los que arreglan el asfalto, los que se ensucian trabajando, son miles y miles de extranjeros caucásicos, que aquí reciben puestos de trabajo, xenofobia y racismo. Rusia, tan lejos y tan cerca…
“Acá no existe la oposición”, dice Uliana y se rِíe. “El Gobierno la compra”. En las elecciones del año pasado, Putin fue electo Presidente con más del sesenta y tres por ciento de los votos. Segundo salió el candidato del PC, con el diecisiete por ciento. “Es el partido de los viejos. Los viejos votan a los comunistas porque añoran el orden”, se repite como respuesta. Las publicidades callejeras de promoción del Pravda, el periódico del PC, son patéticamente conmovedoras: una familia feliz desde el niño hasta el abuelo, la perfecta imagen de familia pequeño burguesa, y un dibujo de un joven exactamente igual a Lenin pero joven y vestido de metrosexual con el Pravda bajo el brazo.
“Putin reformó los contenidos escolares de historia para profundizar una campaña contra la imagen de Stalin –cuenta Uliana; incluso desclasificó muchos archivos de las viejas masacres. Quiere eliminar la figura que gobernó Rusia por treinta años, quiere convertirse él en el líder más importante de Rusia desde Lenin. El nuevo Zar”.