Friday, April 04, 2014

Ignacio Lewkowicz


Hoy se cumplen diez años de la muerte trágica de Ignacio Lewkowicz y Cristina Corea, y no hay nada que pueda decirse, pero tampoco puede decirse nada. No hay nada que pueda hacerse ni decirse desde el momento mismo en que lo real mostró sus garras, la radical ausencia de cualquier justicia humana en el ser de las cosas. La lista de todo lo que quedó trunco –libros impresionantes, asados, caminatas…- no puede hacerse. Es una vida, es un mundo, es un infinito que no está. A la vez, es el destino que nos constituye, a los afectados. Personalmente, hoy creo que todo lo que hago, todo lo que hice estos años, no podría ser sin Ignacio; que todo porta un íntimo y absoluto agradecimiento. Lo que hoy es notorio en cada “lewkowicziano” que tuvo una relación personal con él, ya lo era con Nacho vivo: todos sentimos no sólo que teníamos un vínculo, sino que éramos especiales para él, con él. Y en todos o en muchos casos es cierto. Nacho nos hacía especiales, porque su mirada devolvía intensidad, hondura de verdad; su mirada te veía –nos veía- viviendo infinitas veces, retornando eternamente. Nacho hacía que el mundo mismo fuese más importante. ¡A seguir! Y olvidemos, porque es imposible olvidar.

Artículo publicado en Campo Grupal:

Inconmensurable
A diez años de la muerte de Ignacio Lewkowicz; Homenaje mínimo

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Diez años sin Ignacio Lewkowicz no es una formulación correcta estrictamente; más bien, van diez años con Ignacio muerto. Su sombra, su estela, su fantasma está presente porque tiene efectos que lo tienen como causa. Ignacio se metió en las cosas, y mientras algo de las cosas guarde la forma adquirida en diálogo con Ignacio, él está presente. En modo potencial: lo que Nacho pensaría, lo que Nacho vería, lo que Nacho diría (y lo que le diríamos y…). Es, Nacho Lewkowicz, más que un autor que dejó textos, un lugar del pensamiento, de muchos pensamientos que se elaboran contando con su mirada imaginaria.
Escribir y sostener conversaciones (extensas, consecuentes, rigurosas, múltiples y paralelas, atentas, entusiastas, etcétera), fueron el portal metódico por el que Nacho se introdujo en las cosas. Acaso no se trata entonces de buscar efectos directos, más o menos miméticos, del pensamiento expresado de Ignacio (muchos están a un click), sino de percibir la frecuencia en que afecta escenas íntimas de pensamiento. Imaginada, la cara del maestro habilita pensamientos que por supuesto no son suyos. Su cara -robada a lo real, reproducida por la energía eléctrica neuronal en que transformamos la comida que consumimos, imagen mental guardada bajo bombardeo incesante de imágenes en la ciudad y la mediósfera; su cara eterna- es un lugar productivo. Atribuyendo a su mirada la potencia pensante, la misma que se lee en sus escritos: porque al leer sus obras, se lee lo que dice y se lee su potencia de decir. Cada afirmación, cada análisis, cada expresión dice lo que está diciendo y a la vez afirma una operatoria de pensar; el pensamiento como actividad implacable y única arma imprescindible para la vida. Imprescindible, no garante.

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Lo que Ignacio llamaba el pensamiento puede reducirse a un gesto básico: no aceptar verdades previas sin probar los términos de su articulación enunciativa. No hay escena en que la verdad sea tal sin atañir a alguien. Digamos, la verdad implica un concernimiento subjetivo, con perdón del término (porque desde Ignacio, hay que tratar de no decir “subjetividad” ni “subjetivación” salvo que sea insoslayable, ya que se corre alto riesgo de enjergamiento). No hay verdad sin sujeto (aunque puede operar como verdad trascendente, pre-subjetiva, o bien con el sujeto atañido en lugar de causa). Ese sujeto, cuyo concernimiento práctico es consustancial a esa verdad, debe hacer la experiencia de enunciarla –que al fin y al cabo la verdad es afirmación y la afirmación es traducible a enunciados; así trabaja el entendimiento. En esa experiencia enunciativa se detecta lo activo y lo obsoleto.
Así asume una extrema y permanente inseguridad, que es el garante de su potencia y autonomía. La inseguridad fértil del que siempre se guarda la pregunta “¿estás seguro?” Pensar: hacer la experiencia –mediante el lenguaje- de la donación de sentido. Mediante el lenguaje en tanto el lenguaje es una dimensión material –sonido, tinta, bits…- de la comunicación sensible; a través de la consistencia del lenguaje, de las palabras como materialidad del pensamiento, se vuelve palmario si los cuerpos reales aludidos están ahí o lo único que hay es palabras volátiles, multiplicadas cual finanza, palabras desligadas de todo valor carnal. Hay una verificación estética -del tino de lo dicho- y también una verificación corporalista: en tanto moviliza cuerpos (produce encuentros…), lo dicho se muestra cierto.
Por eso el pensamiento es una actividad historiadora: se releva qué partes de una situación están vivas, tienen efectos, y qué partes que se muestran presentes no son sino lastres, obsolescencias que todavía están pero no arman tendencia (en ese sentido, no arman sentido). Las mutaciones de las cosas bajo la apariencia de mismidad esencial dada por la permanencia de las palabras que las nombran; o las mutaciones de las racionalidades ambientales que traman a las cosas –incluso a los mismos elementos- con otra lógica de sentido. El pensamiento es la actividad de enunciar el mundo –pero nunca “el mundo”, sino situaciones, problemas, cosas, mundos puntuales, o sea el mundo desde un punto equis- prescindiendo de todas las palabras ligadas a lastres, solo hablando con palabras en las que las cosas se iluminan. Es ahí donde Ignacio funda una confluencia entre estilo e historiografía. (Los ejemplos son muchos; el acaso cúlmine haya sido la semántica de la fluidez. O el sintagma “pensar sin Estado”, que entre otras cosas invita a pensar sin Estado que hay Estado. O la figura del nosotros, “nombre propio de la fiesta” y principio de toda acción reivindicativa. O…)

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El efecto suculento de Ignacio, el grado en que agitó a tantos espacios, circuitos y personas, no se debe solo a lo agudo y acertado de sus diagnósticos, a su capacidad de despejar la paja de lo que pasa. No: se debe a su carga liberadora. De que no hay prestigio mayor que el de pensar, y pensar podemos hacerlo cualquiera. No importan los temas, importan los modos de pensar, decía. Marxismo, filosofía, ciencia política, psicoanálisis: insumos, no metas. Los problemas son lo que importa, problemas de la época que te toca, y que te toca por una compleja red de vasos comunicantes. La sensibilidad.
El pensamiento es una actividad, no una disciplina. Nacho era historiador y había comido mucha filosofía, mucho marxismo, psicoanálisis, antropología, borgismo, epistemología, Redondos, semiología… mucho; todo, acaso, como “rama de la historia”. Pero su insistencia en la tan general figura del pensar es un gesto divino y democrático, y prudente de no asociar el pensar –si se quiere, y para el caso, la producción de verdad- a ningún rubro, ningún espacio institucionalizado; el pensamiento no se identifica (con profesión o especialización alguna).
Es más bien gracias a dejar que el pensamiento esté al servicio de las necesidades del instinto, de que nuestra parte bicha marque la agenda, que Ignacio atinó tan fuertemente en tantos pensamientos concretos, sobre el estatuto del Estado, sobre los territorios de consistencia ontológica de la política, sobre los mecanismos del padecimiento contemporáneo, sobre los resortes efectivos de la subjetividad, y cosas (etimololgía de “etcétera”). Es decir: lo que sabía Ignacio era inconmensurable, una erudición única, pero lo más especial era que lograba que todo el saber que portaba no le impidiera pensar ágil, se diría libremente.

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Lo que se perdió es inconmensurable; no puede medirse ni siquiera calcularse. Nacho había pensado que hay un sujeto [activo, vital] del morir. Pero no en la tragedia, no en la pura violencia estúpida de las cosas. Lo conservan y reproducen la academia y el sistema editorial -huelga aclarar que no está mal, aún con la inevitable cosificación-. Lo que no huelga recordar es que Ignacio forjó su singularidad a distancia de la academia –incluso a distancia adentro-. Por ejemplo:  “Mi ventaja sobre mis compañeros en la carrera –decía- eran dos: tener siempre una birome de un color para lo que decía el profesor y otra de otro para lo que pensaba yo, y juntarme siempre con tres compañeros una vez por semana para pensar, ya, como historiadores, pero de los temas que fueran; nos juntábamos los lunes y hablábamos de fútbol...” De ahí, de esa ética que se arma –de herramientas y prácticas y lugares- para no incorporar sin pensar, de ahí al lugar que él armó como pensador profesional, su Estudio, hay pasos bajo la misma lógica, la misma ética, la misma inteligencia. Un lugar donde pensar implique hacerse una concepción propia de lo que es pensar.
El sitio web del estudio hace años que no está más online. También el libro en proceso La era de la fluidez, de “presentación orgánica de la teoría”, como él decía, quedó trunco. Dicho sea de paso, ese libro Nacho lo escribía, con un plan de índice elaborado, dictando la prosa de cada página. Lo decía, más que escribirlo. Sin sentarse siquiera: un pensamiento de la historia del cuerpo activo, un pensamiento del cuerpo activo de la historia, arrojado al mundo para poder pensar todo el tiempo –en todo lugar- el presente. La era de la fluidez lo escribía dictando a un grabador pero con la presencia, también, de un colaborador amigo: “Tiene que haber una cara –decía-, si no me embolo”. Siempre se piensa con alguien

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Queda también la memoria vital: la memoria que olvida para que permanezca lo que tiene presencia porque trama actualmente al cuerpo –es decir al pensamiento-. La memoria cuya fidelidad consiste en olvidar, para que quede lo que nutrió porque se hizo máquina, se hizo cuerpo. Cuanto más nos alejamos de Ignacio, más lejos lo llevamos. El legado es incalculable. Lo que se perdió de Nacho es inconmensurable; lo que hay también.

Agustín Jerónimo Valle