¿Qué hacía, de dónde venía? Imposible recordar: las puertas de la noche disuelven el pasado. Y aunque todavía no lo reconocía, las puertas de la noche embadurnaban su perspectiva con el ánimo inevitable del día siguiente, signado por un cumpleaños que por primera vez no se cumpliría, signado por la imposición calendaria de una falta. Había que llegar hasta el día siguiente, y acaso por eso el recuerdo empiece en las puertas, las puertas del bar de Petuco.
El vodka, en chupitos transpirados (impregnados de niebla congelada), remite a Rusia pero sabe calentito. No podía esperar al día siguiente porque su advenimiento desesperaba. Dos, tres, cuatro tiros de calor helado; los tragos hacen pasar el tiempo mejor que los relojes, esto lo escribí ya en otro lado, es preferible construir una secuencia temporal ligada al cuerpo en vez de contemplar la tiranía del reloj, inmóvil en su movilidad preestablecida. Pero no lograba buen ritmo: habitaba desesperadamente la desesperación. Seguir bebiendo era a la vez demasiado lento y demasiado violento; necesitaba otra cosa, necesitaba un golpe dócil para poder contemplar mi desesperación como Dios manda. ¡Mi querido Paraguay! Pero un llamado telefónico tras otro fueron chocándose con la carencia, nada, nada, nada.
“¿Puede alguien decirme me voy a comer tu dolor, y repetirme voy a salvarte esta noche?”, pensaba con los dientes apretados, maxilares henchidos, cuando llegó Sago. Desde el fondo apenas visible de sus ojos -que sonreían con la misma delgada horizontalidad que su boca-, pregunta taimado “¿qué pasa, man?”. Necesito un favor, Sago. Me dijo tomá, esta es la llave de mi casa, entrás, subís, abrís la heladera y sacás lo que precises; anotá la dirección (nunca había ido).
Era cerca, sobre todo en bici. Tanta generosidad –ni siquiera “me abrió las puertas de su casa”, directamente me dio la llave- contrastó con mi necesidad narcótica, dando como resultado algo familiar a la culpa, un arrepentimiento resacoso anticipado.
Pedaleé fuerte, fuerte, para no repensar qué carajo hacía. Pedaleé buscando la velocidad que alcanzara una inercia que se transformara, ella y ya no yo, en la causa de mis actos. Pedaleé al mango por mi desesperación; mis piernas estaban frías y acusaron doloroso recibo. Los muslos comenzaron a desnudar su fragmentación, esfumándose la ficción maciza de funcionamiento conjunto de sus fibras. Los músculos se separaban en mechones con dolencias autónomas: me dolía una veta, luego otra, me pinchaba la cara externa de la gamba derecha y el muslo se me entumecía hasta ponerse rígido como caño metálico, pero frágil.
El dolor físico, y más aún la certeza de que era suficientemente agudo como para sobrevivir la noche y hacerse presente al día siguiente, me tranquilizó un poco. Eran medianoche y tenía que levantarme a las 7:30. Obviamente al volver al bar pediría otro shot de vodka helado para arrancar a mi casa pedaleando con el cuerpo calentito y fumando el porro de la bondad de Sago, de mi desesperación calma y de la aniquilación certera de la energía del día siguiente. Gracias a Dios, el infierno se ponía encantador.
El vodka, en chupitos transpirados (impregnados de niebla congelada), remite a Rusia pero sabe calentito. No podía esperar al día siguiente porque su advenimiento desesperaba. Dos, tres, cuatro tiros de calor helado; los tragos hacen pasar el tiempo mejor que los relojes, esto lo escribí ya en otro lado, es preferible construir una secuencia temporal ligada al cuerpo en vez de contemplar la tiranía del reloj, inmóvil en su movilidad preestablecida. Pero no lograba buen ritmo: habitaba desesperadamente la desesperación. Seguir bebiendo era a la vez demasiado lento y demasiado violento; necesitaba otra cosa, necesitaba un golpe dócil para poder contemplar mi desesperación como Dios manda. ¡Mi querido Paraguay! Pero un llamado telefónico tras otro fueron chocándose con la carencia, nada, nada, nada.
“¿Puede alguien decirme me voy a comer tu dolor, y repetirme voy a salvarte esta noche?”, pensaba con los dientes apretados, maxilares henchidos, cuando llegó Sago. Desde el fondo apenas visible de sus ojos -que sonreían con la misma delgada horizontalidad que su boca-, pregunta taimado “¿qué pasa, man?”. Necesito un favor, Sago. Me dijo tomá, esta es la llave de mi casa, entrás, subís, abrís la heladera y sacás lo que precises; anotá la dirección (nunca había ido).
Era cerca, sobre todo en bici. Tanta generosidad –ni siquiera “me abrió las puertas de su casa”, directamente me dio la llave- contrastó con mi necesidad narcótica, dando como resultado algo familiar a la culpa, un arrepentimiento resacoso anticipado.
Pedaleé fuerte, fuerte, para no repensar qué carajo hacía. Pedaleé buscando la velocidad que alcanzara una inercia que se transformara, ella y ya no yo, en la causa de mis actos. Pedaleé al mango por mi desesperación; mis piernas estaban frías y acusaron doloroso recibo. Los muslos comenzaron a desnudar su fragmentación, esfumándose la ficción maciza de funcionamiento conjunto de sus fibras. Los músculos se separaban en mechones con dolencias autónomas: me dolía una veta, luego otra, me pinchaba la cara externa de la gamba derecha y el muslo se me entumecía hasta ponerse rígido como caño metálico, pero frágil.
El dolor físico, y más aún la certeza de que era suficientemente agudo como para sobrevivir la noche y hacerse presente al día siguiente, me tranquilizó un poco. Eran medianoche y tenía que levantarme a las 7:30. Obviamente al volver al bar pediría otro shot de vodka helado para arrancar a mi casa pedaleando con el cuerpo calentito y fumando el porro de la bondad de Sago, de mi desesperación calma y de la aniquilación certera de la energía del día siguiente. Gracias a Dios, el infierno se ponía encantador.
Frente a los ingredientes de una dura resaca asegurada, caí en la cuenta, recién ahí con lucidez, de que ya de antemano iba a ser un día difícil, aún sin los ingredientes que estaba dispensándome. Yo no estaba más que acoplándome a lo que forzosamente sucedería, subiendo por motus propio al tren de la Historia (como Perón). Venía un día sin lugar para mí, sólo para mi dolor. Y por eso como pocas veces digo gracias, gracias Sago, porque nada peor que una depresión no autogestionada.
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