Las ponderaciones ecológicas y cardíacas del ciclismo son bien conocidas; también su carácter prácticamente inofensivo hacia los otros. Son ponderaciones de sentido común. Pero el ciclismo no sólo cumple con una serie de méritos preexistentes, y si en vez de pensarlo desde un lugar neutro e inercial como el sentido común, apostamos por un pensamiento que sea hallazgo del cuerpo al calor de la tracción a sangre, adquiere el ciclismo un sentido específico.
Una de las virtudes de esa práctica se hace patente en una superficie cada vez más visible en la ciudad: la cara de orto típica de los ciclistas. Ceño fruncido, ojos esforzadamente entrecerrados; cara no tan de orto como de dificultad, de clima adverso. Es que el aire viene cargado de –para empezar a hablar– el humo de los colectivos, la mugre que levantan del suelo, los múltiples desprendimientos de los árboles, violentados hacia uno por el viento o su mera caída, provocando en suma la patente cara. La bici abre acceso a todo un campo sensorial. Y las cosas que se sienten por usarla –fenomenología ciclística– son mucho más variadas que las que el ciclista se pierde por no andar en auto. Y sobre todo más ricas, porque vienen indeterminadas, no anticipadas por un botón luminoso que las define y regula el modo de su presentación a piacere.
Al automovilista los estímulos externos le llegan mediados por superficies que los traducen al lenguaje siempre igual del microclima del auto. La cara de orto de andar en bici es, en cambio, la cara del roce con lo real; si la dicha no se nota es porque no siempre es una cosa alegre.
Una de las virtudes de esa práctica se hace patente en una superficie cada vez más visible en la ciudad: la cara de orto típica de los ciclistas. Ceño fruncido, ojos esforzadamente entrecerrados; cara no tan de orto como de dificultad, de clima adverso. Es que el aire viene cargado de –para empezar a hablar– el humo de los colectivos, la mugre que levantan del suelo, los múltiples desprendimientos de los árboles, violentados hacia uno por el viento o su mera caída, provocando en suma la patente cara. La bici abre acceso a todo un campo sensorial. Y las cosas que se sienten por usarla –fenomenología ciclística– son mucho más variadas que las que el ciclista se pierde por no andar en auto. Y sobre todo más ricas, porque vienen indeterminadas, no anticipadas por un botón luminoso que las define y regula el modo de su presentación a piacere.
Al automovilista los estímulos externos le llegan mediados por superficies que los traducen al lenguaje siempre igual del microclima del auto. La cara de orto de andar en bici es, en cambio, la cara del roce con lo real; si la dicha no se nota es porque no siempre es una cosa alegre.