Acompañando a esta nota sobre la autoayuda en el uplemento Cultura de Perfil, 24/1/10
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Es por demás osado juzgar en exterioridad lo que funciona en práctica. Un fenómeno como el de la autoayuda –que sólo es de mercado en tanto se mercantiliza la gestión de las emociones- tiene la complejidad de lo ambiguo, complejidad propia de los impulsos vitales cuyo derrotero se adoquina con fragmentos de alienación.
En un libro firmado con nombre propio, proponer al lector autoayuda es falacia patente. Una industria más de la ficción individualista, pero que produce encierro en uno mismo bajo ilusión de autosuficiencia junto aidolatría al autor como manantial de verdad.
El malestar inunda la ciudad, y la autoayuda convencional remite su trato al ámbito privado. Lo ubica como problema puramente personal (y no de la polis); negocio rozagante de la antipolítica. (En este punto, su auge es hermano de otro boom editorial, el de la revisión histórica de divulgación, que confina al sillón doméstico el procesamiento del relato común.)
A la concepción de la persona como empresa, militada por el género, las figuras mediáticas consagradas, hombres-marca, le caen como uña a la mugre. Promueven la confusión de la felicidad con éxito. Preferible tener menos éxito y más amigos con quienes compartir las alegrías. Los modelos de la felicidad invitan a la adhesión, y la felicidad es un problema de creación. Por eso ofrecer palabras de ayuda tiene sentido como una oferta elevada al azar. Además el boom autoayudezco indica un cuantum energético dado en ganas y confianza al bienestar anímico, cuántum a la vez sintomático del capitalismo como fábrica de infelicidad. Buscar palabras para nombrar el malestar es tarea de una ayuda mutua, así como perspectivas que potencien en medio del infierno, todo lo que no es infierno.
Asumimos siempre necesidad e ignorancia antes que el cinismo que se ríe de la fragilidad expuesta. Contra esa risa triste del cinismo (de la derrota avispada, de profecías crueles del presente), recuperar una inocencia para tantear nuestros límites, justo lugar para crecer.
En un libro firmado con nombre propio, proponer al lector autoayuda es falacia patente. Una industria más de la ficción individualista, pero que produce encierro en uno mismo bajo ilusión de autosuficiencia junto aidolatría al autor como manantial de verdad.
El malestar inunda la ciudad, y la autoayuda convencional remite su trato al ámbito privado. Lo ubica como problema puramente personal (y no de la polis); negocio rozagante de la antipolítica. (En este punto, su auge es hermano de otro boom editorial, el de la revisión histórica de divulgación, que confina al sillón doméstico el procesamiento del relato común.)
A la concepción de la persona como empresa, militada por el género, las figuras mediáticas consagradas, hombres-marca, le caen como uña a la mugre. Promueven la confusión de la felicidad con éxito. Preferible tener menos éxito y más amigos con quienes compartir las alegrías. Los modelos de la felicidad invitan a la adhesión, y la felicidad es un problema de creación. Por eso ofrecer palabras de ayuda tiene sentido como una oferta elevada al azar. Además el boom autoayudezco indica un cuantum energético dado en ganas y confianza al bienestar anímico, cuántum a la vez sintomático del capitalismo como fábrica de infelicidad. Buscar palabras para nombrar el malestar es tarea de una ayuda mutua, así como perspectivas que potencien en medio del infierno, todo lo que no es infierno.
Asumimos siempre necesidad e ignorancia antes que el cinismo que se ríe de la fragilidad expuesta. Contra esa risa triste del cinismo (de la derrota avispada, de profecías crueles del presente), recuperar una inocencia para tantear nuestros límites, justo lugar para crecer.