¡Hay una historia de los fiambres públicos!
En la historia de la disputa por el sentido de esos fiambres, podría descifrarse la historia de unas correlaciones de fuerzas: las fuerzas que conciben lo posible, que definen lo visible, las fuerzas que conceden carácter común a ciertas exigencias, ciertos sentidos.
Un desfile de cadáveres dotados de la vitalidad de lo intolerable. Hitos en el mar normal de las muertes que pasan, admitidas como producción común. Banderas clavadas en la consistencia de los cuerpos muertos.
Hay muertos que alcanzan su voz, otros que no, y muchos muertos chirolitas de voces ajenas.
¿De qué se componen las afecciones, cuando replican lágrimas multitudinales, o cuando alimentan el lleno informacional, carne fresca contra la acidez del silencio? Batalla de muertos por la afección, batalla con muertos por la afección.
Juan Carlos Blumberg escupido e insultado hasta la expulsión de las marchas por los muertos de Cromanión, pero también, ahí, rechazada Carlotto. Historia intermitente del conflicto sobre los límites de lo que la sociedad mediática considera su interior.
Los fiambres del 19 y 20, por ejemplo, no provocaron una discusión sobre lo posible, como sí lo hicieron Maximiliano Kostecki y Darío Santillán, Maxi y Darío. Los mártires del veto activo a la posibilidad gubernamental de matar, de asesinar por motivos políticos. Sus nombres nombran algo. En cambio, de los treinta asesinados el 19 y 20, asesinados por el aparato represivo no del estado, sino de las fuerzas de gobierno, incluyendo el estado(), no quedó un solo nombre propio. Sólo el rosarino Pocho Leprati, y es un caso aparte, el Angel de la bicicleta.
No sabemos nombres, no son tanto personas como muertos. De Maxi y Darío recuerdo leer notas biográficas en los diarios, de lágrimas; también la película La crisis causó dos nuevas muertes, de lágrimas. Maxi y Darío, piqueteros, militantes barriales, trabajadores comunitarios, compañeros del aguante, Darío Santillán compañero que no abandona: un héroe muy frágil, una heroicidad del nosotros. De los muertos de dos mil uno, en cambio, no sabemos nada, ningún rasgo personal, salvo los motoqueros: que eran motoqueros.
Son muertos que no tienen una significación, un sentido, a la altura de su estremecedora violencia, de su atenta sensibilidad y su arrojo entregado a la historia. Pareciera que quedan dentro de la respuesta –y apropiación- oficial a lo abierto en 2001. (Eso muestra el video de Rubén: los muertos del dos mil uno pegados a los de los setenta, como giles que cayeron en una farsa.
Esos fiambres son puro fiambre numérico, fiambre imagen, sin implicancia de sentido. Es como si nos olvidáramos de que todo muerto es político… Como si no pudiéramos asignar un sentido de vida a esas muertes. Es el sentido de la vida el que valoriza criteriosamente la muerte. Esos criterios de valorización son la disputa… Axel Blumberg es un sentido de la vida; Romina Yan otro; Fuentealba otro, Yabrán otro; Comandante Ernesto Che Guevara, nuestro cadáver exquisito, otro.
¿Qué efectos políticos tiene que no se sepa quiénes son los muertos del 19 y 20? La cápsula. No tenemos una imagen de politicidad disponible para nosotros. No son vidas políticas: sólo son muertes políticas. No se logró armar, asignada a ese morir público, la figura de una vida con deseos propositivos sobre lo común. No tenemos a mano el sentido de la vida de la vida que se juega en esa muerte. Son muertos sin vida propia. Pero entonces, lo que no está claro es la politicidad de esos cuerpos. O sea, no está clara su politicidad fuera de ese día. No está claro hacia dónde tiran la historia, qué capital nos dejan en términos de politizaciones posibles, de invención de modos de relación con el mundo, de dimensión de valoración de la vida. Sí tenemos una oficialidad de turno que, más o menos velada y más o menos parcialmente, vive de satisfacer las demandas encarnadas en esos cuerpos. Cuerpos que, eso sí, nos recuerda que siempre tienen, los cuerpos, una politicidad latente en los cuerpos.
Hay una dimensión de vitalidad que perdemos de vista por no encontrar contra qué y en forma de qué expresar la rabia, o, antes aún, el malestar. Y naturalmente, queremos que el malestar se transforme en rabia, y la rabia, por afirmarse, en alegría. Como el dibujo de Rocambole (el de Octubre, el esclavo rompiendo las cadenas): la demacración en bronca que rompe cadenas, y la cadena como bandera del festejo del grito. Del malestar, del dolor, a la rabia, y de la rabia, por la fuerza de su afirmación negadora, a la alegría, y desde la alegría nuevos mapas de nuestra vida mundo.