Thursday, March 25, 2010

La Cumbrecita

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Sender o no sender (primeros días)

Me gusta el camino libre, el que no era camino; lo que se abre al margen, con certera incertidumbre, desnudando la contingencia del sendero habido. Tan sólo unos pasos al costado bastan para dejar atrás las referencias, aunque siempre están el sol o las estrellas –mentira, ahora mismo se nubla. Me gusta la ladera cruda, porque sí y porque no es sendero y entonces cada cosa, cada lugar donde nos detenemos pisándolo o enfrentándolo, merece ser observado en tarea comprensiva y definitoria.
Pero sin embargo también me gusta seguir el sendero hacia el punto valorado como objetivo superior por generaciones y generaciones, peregrinajes cuya repetición hace visible su camino en el organismo-montaña. Dejan roca desteñida, pulida por tanta pisada, tierra aplastada y maleza despejada en línea.
Frente a la evidencia de composición multitudinal del camino Uno, imposible saber cómo aportarán mis pasos, qué huella dejará mi parte. Los actos propios sólo concretan su efecto en la asociación con los muchos.

Por otra parte, el sendero, aunque llega seguro al destino predeterminado, está hecho de puntos dudosos. Toda su superficie tiene aquí una piedra que no se notaba suelta, allá una raíz floja, acullá tierra arenosa que resbala. El sendero mismo está lleno de apoyos falsos, y a cada paso hay que detectar el sostén real.

(Si encontrás un palo que te ayuda, aprovechalo. Hay que ir golpeando como cieguito antes de cada paso, para que vibre el suelo y huyan las víboras, para las que de hecho somos medio ciegos, además de que ayuda a trasladar el propio peso. Cuidalo, el palo, y usalo mientras te sirva, lo que significa que se romperá mientras lo uses, entonces cuidado, no te confíes demasiado al palo. Y probá los límites de la herramienta en falso, cuando no decida tu suerte.)

(Una roca, años, cientos, miles, ¿cuántos?, la misma puta piedra. La misma.)

Algo más sobre el sendero. No hay, no hubo un precursor primero. Porque ninguno podía estar seguro de que no hubiera habido uno antes. (Por eso, quizá, Herzog se fue a la Antártida para buscar precursores posta). Ser el primero sólo existe como efecto subjetivo. Y en el re-corrido del sendero, que siempre es un viaje, cómo saber qué punto de pausa no da una perspectiva nueva, inaugurando un posible nuevo desvío.

Aunque salí del sendero, me encontré, al rato, buscando su misma meta. Pelotudo, pero claro, por otra parte, esa meta tiene la virtud de ser una cima. Y tras mi solitario camino, intermitentemente común, llego arriba y hay alguien.

Lo bueno de bajar despacio es que los panoramas son más dados. De bajar rápido, que aumenta el agite en la experiencia, acerándose pero sin llegar al arrojo.
Lo bueno de bajar por el sendero es que hay menos chances de pisar un escondrijo de serpiente. De bajar por fuera del sendero, que hay más chances de encontrar pedazos grandes de mica, espejo milhoja. Igual la mica, pepitas de la sierra, es generosa y democrática: hecha trizas, desparrama su brillo en el sendero. La mica tiene su verdad: es lo más lindo de mirar y lo que peor hace si se te mete en los ojos.




Más sobre senderos. El sendero puede ser abandonado para inaugurar senda ocasional. Pero cierta lógica senderística queda como patrón de movimiento. Pensados para público general, los senderos suelen demorar el ascenso en rodeos y rodeos; la mayor vertiginosidad que adoptan no pasa de una línea quebrada en zigzag. Ahora bien, cuando salgo del sendero -que seguí, en la aguda imponencia de las montañas, durante largo rato, porque al estar yendo lejos, perder su guía era peligroso-, para bajar al arroyo -arroyo que se me muestra de pronto ahí abajo de una ladera suave, con piedras en ángulo transitable y una pradera increíble que se extiende a lo largo de su margen, formando un pequeño vallecito en la quebrada por la que se escabulle el agua entre la rigidez de las masas pétreas-, cuando bajo y, especialmente, cuando subo, decidiendo cada paso, como manda la precaución cuando uno salió del sendero, vaya más rápido o más lento describo un zigzag, no voy recto. Y noto que tengo que resistir una queja interna, una vocecita que grita eh, gilún, cortá la franela, andá directo al grano. Pero por suerte pienso en sexo (en polvos) y en fútbol (en partidos), y constato que efectivamente el zigzag puede ser el recorrido propio y necesario para llegar con la presencia precisa al último paso.


El piso es un buen borde
Subir el río por su cauce de rocas es una delicia, el agua acaricia la piel como si la vida se hubiera sintetizado en un líquido esencial que fluye cristalino. Cursi pero real. Es, también, un desafío. Es peligroso, pero con cuidado cuidadoso se anula prácticamente el riesgo. Es un desafío, y no sé si el desafío en sí es una modalidad enriquecedora, pero este es un desafío de la naturaleza, es decir, un desafío en el zumum de la imparcialidad.
Un verano, en la niñez, vine a Cumbrecita y también vino mi amigo Ezequiel. Un día cruzábamos el arroyo Ambach en una parte donde es ancho y bajito, de unos treinta centímetros de profundidad promedio. Aprovechamos entonces y en vez de usar el puentecito de tablón que había, cruzamos descalzos por el lecho, con los pies en ese agua fresca y todo el tiempo renovada. El iba delante, y es inolvidable que me dijo, cuando nos faltaban nomás un par de metros de lecho de roca y piedras para llegar a la orilla, cuidado que esa piedra de ahí está resbalosa. Bien, supongo que pensé: ahora que sé que está resbalosa, puedo pisarla precavido. Pero resbalé todo, con la mala suerte de que ahí nomás en el fondo había una botella rota, que se clavó de punta en mi pierna, bajo la rodilla. Recuerdo ser llevado en andas, a la corrida por el camino, y aprender, a puro chorro, lo que es un torniquete. Ahora, mientras voy por el lecho del río, no cruzándolo sino, en mayor proyecto, remontándolo a lo largo, no confío mis piernas -con sus viejas y nuevas cicatrices - ni a las piedras resbalosas ni siquiera tampoco a las exentas de verdín, porque aprendí que lo más seguro, siempre, es pisar el fondo, desde donde más abajo no se puede caer.


Desde mi piedra balcón
Una persona es, en uno de los muchos planos donde se figura, y por tanto permite pensarla, una enmarañada red de tapones, compresas exprés, redistribuciones de prioridades y dependencias anímicas, una sofisticada máquina de conjugar un espectro de frustraciones y nacimientos, cosas que caen en alguna línea donde la vida tiene presencia, y al caer, para no irse con ellas, eso que me ahorro pensar llamándolo la vida redistribuye su peso hacia otras ventanitas, extremos en proceso de líneas. Pero el fin de cualquiera de esas estaciones de existencia, momentáneas pero con incidencia en la gran mezcolanza, afecta, de modos complejos, muchas de las demás estaciones donde hay algo en juego. Pienso en una escena de una de las Guerra de las Galaxias siglo veintiuno, con la reina Amidala… Es una sesión parlamentaria. En un enorme espacio aéreo (pero, creo, bastante o del todo cerrado), centenares de congresistas tenían palcos flotantes, multitud suspendida en balcones en el aire. Así me imagino la red de estaciones lúdico-existenciales (“hay algo en juego”), pero mucho menos ordenada, más demente y fascinante.

Antropocéntrica falacia de Greenpeace
¿Por qué no tiro esta bolsa en el bosque? No quiero ensuciar la montaña, que quede la bolsa ahí. Me molestaría mucho estar de paseo, sin otro signo humano que mi cuerpo vestido y el sendero donde esté el sendero, y toparme con una bolsa de nailon blanca, atrapada entre dos piedras, flameando sonora como recuerdo de la boludez y la basura. ¿La montaña en sí? En sí para nosotros, porque sólo importa la montaña, y su salud de preservación, dada la existencia humana. La única zona del cosmos donde importa el cosmos es en nosotros.
La naturaleza es accidental y puramente accidental en su irrefrenable inmanencia natural (porque es la inteligencia Mayor: cualquier incidente, cualquier condición, no es sino premisa generadora). Me importa la naturaleza contra la contaminación humana pero sólo bajo consideración de la conciencia transhistórica, el gran nosotros. Aunque hablando de conciencia, también es cierto que, si bien recojo la basura que encuentro en la sierra, no levanto todo. Dejo alguna cosa fea –envase de papas fritas, marquilla de cigarros-, porque su evidente molestia puede generar conciencia.


Martes 9, reflejo interior
Desperté más temprano que nunca; nueve y media me dijo la hora una compañera de cuarto (obesa hostelera solitaria ocupada sin parar en que todos la quieran). Dormité un buen rato más, entrando y saliendo, y me levanté justo para no perder el desayuno. Abrí la ventana, como cada día, para estimar la hora por el sol (por la sombra), pero hoy no había rayos: todo gris, vaporoso. Nublado hasta el piso, nubes cubriéndonos como organismo invasor. “Por la otra ventana se ve que las montañas ni se ven”, informó Julián, jovencito que, digámoslo, duerme arriba mío.
Durante mi como siempre muy lento desayuno, se puso lluvioso. Pero fue la lluvia perfecta, una llovizna que parecía ser no exactamente una precipitación sino, más bien, la masa de microgotas suspendidas de la nube bajando de visita.
Se oye lluvia, pero hace contacto tan levemente que mi preparado atavío permite un par y más de horas de vagabundeo exterior. De sentir los olores que larga el bosque mojándose, el bosque morada del pueblo disperso (fui por uno de los caminos laterales). Olores extraños, inéditos, que no di en describir, o sea en comparar. Pero es sabido, las cosas más singulares resultan las más verdaderas.
Empinando la ladera, el alcance visual se estrecha cada vez más. Las hojas de las plantas y árboles quedan empapadas y vertientes. Pero hay algunas, más afelpadas, más ásperas (elementos comúnmente contrapuestos pero, aquí, funcional y efectivamente idénticos), que retienen gotas enteras. Estos arbustos ofrecen una miríada de esferitas, de distinto tamaño, que en efecto galante reflejan la luz no desde sus superficies, sino habiéndola introyectado en su masa, líquida pero consistente, con bordes y sin derrame. Reflejan desde adentro, las esferitas, parecieran tener un fondo de mercurio, un íntimo fulgor de plata; pepitas de luz salpicadas en las plantas.
Hay otros efectos decorativos de las bolitas. A los lados del sendero, que subiendo por el costado de la olla conduce a las altas piedras de lanzamiento al agua, sobre el piso se ven unas plantitas, de tallos muy finitos y ramificados, delicadísimos, que también retienen gotitas en su dibujo fractálico y tridimensional; un racimo resplandeciente de mínimas esferas. Más: las telarañas, delatadas por las gotitas que las trazan y, entonces, resaltan del fondo verde oscurecido del bosque mojado. Así vistas, maravilla formal, bien merecen su eficacia predadora. Igualmente mientras baja más bruma, cada cosa gana en anonimato y olvido. Todo se invisibiliza, y hay que tener mucha confianza o seguridad en la existencia de las cosas para sentir que están ahí, bajo esa densidad gris pálida, viva, como repentino gas en el boliche de Dios. (Claro que creo en Dios: Dios es todo esto).


Jueves algo en el Vallecito

Hoy apunto al Vallecito de abedules y la Cascada Escondida. Caminé largo, largo por el sendero que sube hasta el filo de la montaña (distante, según me dicen, unas doce horas caminando). Alto, largo, andando la cresta de una sucesión de montañas, hay un rancho. A la distancia vi movimiento, y entendí la escena como dos tipos ordeñando una yegua, cosa que asumo equivocada. Pero antes de que pudiera cortar distancias, ladridos de perros vinieron hacia mí, y tras ellos se alzaban al pique cuatro, cinco canes de actitud antisocial. Frené y di un paso atrás, tal vez dos o tres, pero cuando vi que sólo dos de los perros, los más grandes, pasaron la tranquera abierta y seguían encarándome, frené, como, y sólo como, esperándolos, en verdad porque sabía inútil cualquier intento de correr huyendo. Frené mi retroceso clavando en el piso mi palo bastón nuevo, que con su dimensión y porte más bien resulta un cetro. Los perros frenaron su carrera, mas no su gruñido con muestra de colmillos, mientras el paisano me gritó, desde el rancho, lo que quise entender como no hacen nada pero bien puede haber sido no han cenado. Apenas los perros frenaron su carrera, continué yo mi retroceso algunos pasos, y ahí, recién cuando empezó lentamente a relajarse, escuché el fuerte retumbar circulatorio, el repique interior. No deja de ser cierto además que aún la defensa con el cetro, lastimando un perro, me dejaría dolorido.
Habiéndome pasado bastante del Vallecito, según dijo el baqueano, retorné con varias paradas apreciativas de camino, que consistían en bajadas desde la cresta (por allí va el sendero) por la ladera hacia el arroyo. Una de ellas incluyó el ingreso a una quebrada-lecho, un pasadizo entre montañas tan filoso que las grandes paredes-laderas caían y al encontrarse sólo formaban el rocoso curso del arroyito, sin margen para caminar. La exploración de sus curvas encajonadas fue sumergirse en una sombra aún más negra, porque, esto olvide decirlo antes, desde que llegué a la zona de “estar bien alto”, había comenzado a lloviznar, cosa que pasó intermitentemente, siempre en una atmósfera gris, pero diversa: gris violácea, gris verdosa, gris morada, gris plateada, gris negra, cansa contar cuando uno tiene pocos recursos de clasificación cromática. El cielo, que allí además de arriba también está a los costados, era una heterogeneidad de texturas, colores, parecían realmente cuatro o cinco cielos a la vez. En esa parte, entre las rocas y metido en el estrecho del arroyo, el miedo fue una pregunta. Un miedo, no diría sin objeto, porque las yararás, las crecidas repentinas, el patinazo en la más inaudible soledad, y otros, eran destinos imaginables, pero la verdad prácticamente imposibles. La sensación estaba, presente, constante, subcutánea, tensando los ojos. Pero no estaba muy claro qué parte de situación deducía esa sensación, qué lectura situacional diagramaba. Era exploración, entonces, de estar con el miedo. Ser una presencia de miedo en la evidencia única de la belleza.

Así las cosas, llegar al buscado vallecito, bajar del solitario sendero en medio de la bruma mojada, llovizna en agujas, hacia su mansa pradera, pequeña apertura donde dos laderas sucesivas bajan suaves, verdes, hasta el arroyo, parecía más seguro que un lugar con seguridad. Serán cien metros de ancho, menos, por trescientos o más de largo, donde la dureza de la piedra cede protagonismo al césped. Acá, cuando bajé al vallecito, ya era como si nevara llovizna, y sólo me sumé a media docena de caballos sueltos, pastando ese pasto tierno, pletórico, que alfombra cubriendo tenaz la tierra blanda y húmeda. Tiembla, al caminar, la tierra. Retumba con cada paso, la fuerza proyecta un eco bajo los pies, como si pisara un reservorio de vibración o el piso debajo guardara secretos.
Al acostarse, uno advierte que esos pastitos con mínimas flores amarillas largan un fuerte y rico olor anisado. Y que las mariposas son más que las que parecían, más de las que mandaría la imagen normal: mariposas todo el tiempo en todos lados. A dos agarré acopladas, culo con culo (“posterioridad con posterioridad”), ambas con las alas cerradas, una atrapada completamente en la otra (encerrada en las alas plegadas), supongo que sería sexual porque literalmente las agarré y ni mosquearon. El valle se llama Vallecito pero desde su depresión las montañas ostentan su grandeza.
Desde el vértice del valle que está del lado hacia donde las montañas suben (hacia Traslasierra), avanzan hacia acá, con lenta firmeza, nubes voluptuosas y oscuras. El gris se opaca, y no hay rastro de luminosidad hacia ninguna parte. La llovizna persiste, incluso va creciendo, y la hora ya debe ser avanzada: volver. Saltar el arroyito. Encontrarse, de pronto, en esa extensa soledad, corriendo como loco por el pasto hasta donde nace el sendero, que perderlo, cosa que podría pasar si se desata la tormenta, seguramente no sería letal pero sí gran pataleta. Frenar, pensar en el paso a paso. Pasar debajo del pino y contactar los primeros metros del sendero, o sea del trazado donde la piedra se aclara, como pulida (supongo que por los caballos, cuyas herraduras contarían, ahí, con otro sentido herramental). Desde ese suelo marcado socialmente, frenar, volverse al valle, contemplar la gracia con gracias. Justo, truenos. Se diría que se ven no sólo los rayos sino los mismos truenos, su avance vibrátil en el aire. El miedo es una de las mayores inteligencias que tenemos. Por eso es tan peligroso. La fuerza natural de su sabiduría gana de prepo a otros cálculos. Se impone como pre potencia, o sea como la dominación de una potencia –el miedo es potencia digo- cuando aún no se verificó su justa pertinencia. Por eso es útil como alerta sensorial, pero letal, en su performatividad, como fundamento de planificación.

El retorno acompaña el degradé del ocaso. Oscila el viento según el lado de la montaña por que vaya el sendero. Incluso deteniéndose, en quietud, los sonidos dependen del vaivén del aire correntoso. De pronto, al doblar un recodo, el delgado camino aparece ocupado por tres vacas: una salta huyendo apenas me ve, se lleva puesta otra, y ambas bajan saltando del sendero, quedándose una ahí nomás a un paso y la otra en carrera escapatoria, pero la tercera, la más grande, permaneció inmóvil en el canino, atinando sólo a clavarme la mirada. Por mi parte, frené de golpe. Quedamos frente a frente, esa masa negra gigante, cuadrúpeda y tonta, y mi vertical humanidad. Detrás suyo, pero fuera del sendero, espera atenta la que huyó sólo parcialmente. No hay sitio para la gigante y yo, y la verdad no me animo a ser tan cobarde como para buscar un rodeo y eludirla. Avanzo medio paso y levanto presto el cetro, y ya antes de que apunte al cielo, la vaca sacudió de un virulento agite su cogote hacia el otro lado, arrastrando detrás la mole cárnica.
Cementerio
De chico pensaba, sabía, que quería ser enterrado, al morir, en el cementerio de La Cumbrecita. Ahora me inquieta figurarme tal pensamiento en un niño, pero entonces me resultaba lo más natural, como natural era, y es, la envolvente belleza del sitio, donde la muerte sirve a la vida. Naturalmente entonces se lo contaba a mis padres. Sólo me preocupaba si la población local admitiría un cadáver foráneo, admisión tanto físico-espacial en el caso de los locales sepultados, como afectiva, para los vivos, quienes podrían tomar mi anhelo bien como usurpación, bien como homenaje.
Ahora una vez más me serena la cerrazón de sus grandes y variados árboles, festejada por un salpicado de flores amarillas, blancas, rosas, que coronan altos y erguidos tallos, de a veces más de un metro, como si supieran su derecho a sobresalir entre la maleza, derecho que, en realidad, no es de ellas sino del entorno donde existen. Ahora, tras un rato arrullado por el cursito de agua lindante y el viento, que se escucha -sin lograr otro impacto sensible- desde más allá del filo, recién ahora noto la no casualidad de venir repitiéndoseme en la cabeza el hit reguetonero: ven y critícame, yo soy así, yo nací así, me crié así, me vua’morir así…
En el predio del cementerio, fuera del rectángulo conformado por un murito de piedras que delimita la zona de tumbas, hay un gran árbol caído. Debe medir unos quince metros de largo, y su ancho tronco se divide, a nomás uno o dos metros de la base, en tres todavía anchos sub troncos, y recién más allá, desde cada uno de esos tres, salen gruesas ramas que son las que se apoyan en el suelo. De manera que el cuerpo principal está en relación oblicua al suelo, alejándose de él. Pero del árbol salen también muchas ramas pequeñitas, tallos grandes más bien, aglutinados en diversas zonas, y, repletas de hojas, lo llenan aún de vida. Es un eucalipto, no el de hojas largas y angostas, sino en forma de corazón, color gris plateado que se va cuando uno las acaricia; el gris es como un polvo que recubre su carne de color verde habitual. Los troncos, de corteza peluda, rojiza, acaso sean ahora sustrato que retiene humedad y alimenta la nueva generación de follaje; el tronco es la tierra de la regeneración de lo que sobrevivió del árbol. Toda la fronda nueva crece hacia arriba, hacia lo que ahora es arriba: la vida actualiza sus referencias. Pero del eucalipto, lo que más da rico olor son las hojas muertas.

Viernes, aguas bajan furias
Hoy sí que llovió. Desde anoche, lluvia y lluvia, y cuando parecía arreciar, más lluvia. A mediodía, el pueblo se quedó sin electricidad. Y desde la ventana del hostel, vi que el arroyo se había convertido en tumultuoso río.
Con equipo impermeable, a ver el otro arroyo; debe ofrecer versiones muy desatadas de su cascada y sus dos ollas. Imposible calcular en cuántas veces superaba el caudal habitual, cuarenta, cincuenta veces, imposible, tanto arrasaba el agua turbulenta todas las referencias conocidas de demarcación del arroyo. Pareciera ser esta, en verdad, su función, drenaje desesperado, atropellado huir de hectolitros convocados por la imparable atracción terrestre. Tal vez su imagen cotidiana sea nomás un stand by, un hilo válido como guardián del cauce, avisando por dónde se vendrán los borbotones.
La fuerza, el ruido, el agite de los virulentos rápidos que se forman sin dejar metro alguno de agua lisa, hacen aparecer, una y otra vez, la palabra furia. En efecto que evoca la furia. En efecto porque sus efectos en las cosas son iguales a los que supondría una acción desde la furia. Recuerdo que Diego S. me dijo que un alto filósofo distinguía entre sentidos de la fuerza, con la imagen de un tornado: si pasa y destruye un pueblo sencillamente porque estaba en su paso, efecto material de su ser huracán, se trata de un efecto de la potencia, pero si el huracán goza con la destrucción, si la justifica moralmente, es una fuerza del rencor, potencia tornada poder. Como el dibujo animado del Demonio de Tazmania: naturaleza huracanada, rompe cosas del entorno, pero en cada alto, muestra una sonrisa ingenua, sonrisa feliz del puro estar. El río, el arroyo hecho río en la urgencia de precipitación, destruye, pero sin furia. ¿Pueden pensarse las fuerzas de los hombres desde esta distinción? Los hombres tienen conciencia, y su naturaleza es plástica, de manera que el carácter involuntario, no buscado, del daño, puede ser visto como negligencia, desconsideración. Ahora bien, para los movimientos históricos sí que la cosa es otra. La inundación de otra manera de comportarse, de componerse, de disponerse, puede tener efectos dañinos en el entorno, en puntos que tenían una conexión con eso alterado. Pasa la creciente acuática y se lleva puestas las piedras; luego el fragmento sigue existiendo, pero en contexto completamente modificado y anoticiado de la contingencia situacional.

Ultimo día
En la jornada progresa la extrañeza. Nubes densas rodean el pueblo, pero justo arriba, celeste y sol. Sol y pasan las horas; obvio: las horas hacen eso, pasar, y el convite nuestro es el arbitrio de rellenarlas para que sigan rechonchas su viaje al presente del pasado, al pasado del presente. Algunas viborean –he ahí la extrañeza-, golpeteando el conducto de pasaje, que no es sino la percepción vigílica, pasan oscilando, con amagues múltiples, hasta que vuelven las siguientes a pasar con la fluidez de lo que proyecta.
En el caso de hoy, eso sucedió llegando a las cuatro y media de la tarde, sentado en el frente descubierto del segundo restorán al hilo, tras un verdadero desfasaje de existencias en el primero. Remilgado en el embronque, esperando finalmente un plato de comida, no se advirtió el proceso de advenimiento sino de pronto la dominación total de la bruma, y lueguito la llovizna. Proyecto entonces: ir al cementerio. En el regreso de pertrecho al hostel, considero el regreso a la ciudad como fuente del malestar del último día que no es el regreso a la ciudad: hoy.
Voy al cementerio por el camino que llega a su parte trasera, un sendero que sube bien directo hacia arriba la sierra. A los cinco minutos de zancadas levadoras, el panorama ya se muestra blanco, todos los cuerpos mediados por la espesura de la niebla, obstinada en salvarnos de la obscenidad solar. Los primeros árboles que tengo en frente, a dos o tres metros, ya se ven obstruidos por la turbiedad del aire. Los más lejanos que llego a entrever estarán a setenta u ochenta metros y son apenas una sombra contorneada en la blancura, blancura de la bruma que es una suerte de blanco oscuro. En torno, pues, la perspectiva es un rodeo de visualidad degradada, árboles -siempre majestuosos- más y menos insinuados, algunos apenas supuestos. El oído se adelanta como principal fuente informativa.
Es hermoso el bosque cuando se esconde. Y también enseña: cuando la llovizna deja paso a la lluvia, copioso bombardeo de gotas, uno busca amparo en el rincón de los grandes árboles del cementerio (pinos, creo, cuya altura calculé en veinte o veinticinco metros y deben ser de los más antiguos de la zona), que con sus capas de follaje retienen el agua de su carrera fatal hacia el piso y más allá; efectivamente dan reparo, permiten contemplar la tormenta sin recibir su peor parte, pero, con los minutos, y los agites del viento, empiezan también a llover los árboles, y si uno se apegó demasiado a la protección coyuntural de su ala atenuadora, puede no percibir cuándo afuera, en la intemperie, ya no es tan grave la cosa, y permanecer anclado en el consuelo.