Miraba el Superclásico disputado en Mar del Plata a cancha llena (aunque la verdad no sé si estaba completa la tribuna riverplatense, pues la cámara mucho no la enfocaba: siempre encontraba cosas más atractivas). Y cuando, promediando el primer tiempo nos expulsaran a Battaglia y minutos después River marcó el uno a cero, la vi negra y decidí que, luego de la derrota que se cernía en el horizonte xeneise, escribiría algunas notas sobre el desnudo protagonizado en 2008 por el Club Atlético River Plate. La derrota hubiera sido un buen momento para que algunos señalamientos que me venían pareciendo necesarios fueran reconocidos en su justicia y no confundidos con mera intención de mofa. Justicia, la de asumir el peso histórico de las cosas que presenciamos, justicia de enunciar los movimientos reales para no ser pasivos espectadores sino reales contemporáneos de nosotros mismos. Pero no pudo ser: con uno más, River no aguantó el uno a cero, ni el uno a uno, y terminó perdiendo.
Nadie es tan sí mismo como River es tan River. Pobres sujetos presas de su propia esencia: vemos en los jugadores algunos intentos vanos de diferenciarse de su definición ontológica, pero se impone su naturaleza a flor de piel.
El efecto de los colores azul y oro, sobre los hombres que los visten, es de engrandecimiento puro, por eso Jesús Dátolo los besa como a la madre que da la vida. Cuando marcó el primer gol anoche, salió corriendo a toda velocidad a la tribuna, la cámara lo tomaba alejándose, la camiseta flameando en la espalda, hacia la tribuna enfervorecida, saltando la publicidad hacia esa gran masa bulliente que parece un monstruo de vida propia, como si el festejo sólo adquiriera plena realidad frente a ese enorme agregado impersonal rebosante de color, frente a la fuente de ese grito divino, frente a ese espíritu hecho carne en la multitud, al que el jugador -el ídolo-, según mostró su carrera consagratoria, es devoto.
Pero yo quería hablar de River. Lo cierto es que en las últimas semanas (en verdad sobre todo en los últimos días de 2008) vengo viendo remeras gallinas en la vía pública como nunca antes. Nunca mi Buenos Aires vistió tantas camisetas blancas con una franja roja diagonal de hombro a cadera. Caminando por la vereda, esperando el colectivo, dentro de un auto en marcha, gallinas, gallinitas, tristes, con semblante gris de ocupación mental mascullante. Grisura que, concedo, puede tener que ver tanto con la amargura sustancial coincidente con lo ancho del mundo rivereño como con el malhumor bastante democráticamente repartido en la cotidianeidad urbana. De todos modos, cuando digo que nunca como ahora hubo tanta presencia de remeras de river no debe interpretarse que el resultado total sea una presencia constante, ni mucho menos. Son sólo más que nunca. Cumplen el rito sacrificial futbolístico de refirmar presencia en la entidad a la que se pertenece cuando ella más dolorosamente pesa sobre nosotros. Lo que se ve en la calle es, pues, la fuerza de reacción gallina. Y la verdad sea dicha: vinieron todos, que pocos son. El grito de perseverancia frente a una desgracia mide bastante bien la vitalidad que hay en esa modalidad del ser. Tanto Racing como Huracán mostraron una reacción mucho más consistente y bochinchera en sus respectivas penurias.
Este año 2008, River fue más River que nunca (y por ahora 2009 prolonga el camino). Del peor desempeño de su historia en un torneo local sólo importa la manera en que se dio: con una rotunda debilidad anímica de sus jugadores y público. Frente a este fracaso en la competencia –fueron los más perdedores, los menos ganadores-, algunos gallinas, los pocos que aguantan unos minutos defendiendo su honor sin protestar contra la “porquería que es River”, recuerdan, como antídoto, el hecho de que en la primera mitad del año salieron campeones. La derrota histórica, entonces, se compensaría con esa gloria alcanzada apenas antes. Pero es ahí, en la victoria, en cómo habitaron el camino ascendente hasta la cima, donde más se vio la naturaleza blanquirroja. En ese torneo en que salieron campeones, su volante central protestó porque la hinchada de river no alentaba en las malas como la de Boca, a la que él y sus compañeros habían sufrido repetidas veces (y a ese muchacho, según me dicen, el plantel acaba de elegirlo capitán, será que bien los representa). Después, Juan Pablo Carrizo, el jugador de mayor carácter dentro del plantel y acaso en potencia el mejor arquero argentino desde Hugo Gatti, dijo que él no jugaba por los colores, que estaba trabajando nomás, que más que un apasionado era un profesional. Y, en correspondencia, no sólo los jugadores empezaron a no saber bien qué mierda hacer con el hecho de ser gallinas, sino que el propio público del equipo en vías de ser campeón, en una movida que necesariamente es panificada y no presa momentánea de emociones incontrolables, arrojó maíz al campo de juego.
Pero la desnudez, la floración de su naturaleza ontológica en estado puro, continuó. Después de salir últimos en el torneo, contrataron un nuevo técnico, Néstor Gorosito (dicen que Ramón Díaz, “ídolo riverplatense”, pidió demasiada plata, ja!). En plan de generar nuevos bríos de reconstrucción, lo que el Pipo consideró más conveniente fue decir que si efectivamente le traen al Ogro Fabiani, desde Newells, el delantero “puede llegar a ser como el Mellizo”. No sólo no tienen presente, no tienen referencias propias siquiera a las cuales asirse. Por eso comparan con el astro boquense nacido en Gimnasia de La Plata, Guillermo Barros Schelotto, cuya persistente idolatría quién sabe cuánto debe a su efectivamente hermoso desempeño en la cancha y cuánto está signada por su buena relación con la mafiosa barra brava y la dirigencia macrista. Porque, digámoslo, aunque apilando triunfos y también mucha cátedra de buen fútbol, Boca tuvo una última docena de años complicada, marcada por el devenir macrista de su destino. Empero, como se ha señalado, boca tiene una resistencia que ni qué, mayor que la de la propia Ciudad de Buenos Aires. Acaso la muerte de nuestro presidente Pompilio, parece que a causa de un viagrazo entre las piernas de una tal Jesica Cirio, hable de lo pronto que retorna el espíritu festivo y jolgorioso después del canalla, higienista y anti mitológico eficientismo macrista. Boca resiste períodos anti-bosteros porque en realidad alberga todas las tendencias sociales en su seno y nunca nada puede alterar su esencia. Boca es algo que se da por sentado. Ni hace falta sacar remeras al son de eventos del mero calendario deportivo; se visten las remeras siempre como festejo de sí mismas. A Boca jamás podría hacer falta defenderlo, porque Boca es todo, es fiesta incluso en la derrota (como quedó claro en el larguísimo período de sequía entre el Maradona del 81 y el Bianchi del 98), y, además, todo el resto, en el fondo define sus coordenadas de existencia en relación con Boca. El resto de los equipos debería estar orgulloso de ser argentinos, precisamente de ser compatriotas de Boca, porque eso significa que, desde su lugar, participan de Boca. Y los argentinos, todos, podríamos tener un gesto magno de confraternidad y lástima redentora: ofrezcamos una amnistía para gallinas.